domingo, 11 de octubre de 2009

Entre Mao y Confucio

Mario Calderón Rivera

La Patria, Manizales

Octubre 11 de 2009



El primero de octubre de 1949, el camarada Mao Tse-tung proclamó triunfalmente la fundación de la República Popular China. Ese gran hito fue también la culminación de un proceso de casi dos décadas que cambiaría la historia del mundo y que sacudiría profundamente los cimientos de una cultura milenaria. Un recorrido que se iniciaría con la legendaria Gran Marcha, durante 370 días a través de más de 12.500 kilómetros de territorios accidentados, para llegar a la consagración del liderazgo indiscutible de Mao. De ahí en adelante, la invasión de China por el Japón en 1937 culminaría con la expulsión del invasor, pero también representaría el infortunio final del ejército republicano de Chiang Kai-shek y su confinamiento en la isla de Formosa, que desde entonces se convertiría en la República Nacionalista China. Las dos Chinas pasarían a ser también símbolos vivos de la Guerra Fría, que colmó buena parte de la segunda mitad del siglo XX.


El derrumbamiento del antiguo régimen y la llegada del comunismo a estos territorios misteriosos del lejano oriente, representaron hace 60 años un cambio radical en la geopolítica mundial. Pero a la saga legendaria de Mao habrían de agregarse varios capítulos más. Faltaba la hambruna China que en menos de tres años se llevó treinta millones de vidas. Pero, principalmente, la Revolución Cultural, inspirada por Mao con su Libro Rojo, que en manos de un millón de jóvenes fanatizados sirvió para aniquilar a miles de intelectuales y para eliminar cualquier intento revisionista de la doctrina maoísta.


Como efecto de ese intento por castigar sus propias esencias culturales, China se vio al borde de otra guerra civil. Hasta que, muerto Mao, el genio de Deng Xiao-Ping se elevó por encima de los ideologismos comunistas y montado sobre el “pragmatismo armonioso” de Confucio, recuperó para el pueblo chino las mismas esencias que durante miles de años hicieron de su territorio un objetivo nunca alcanzado plenamente por las potencias occidentales. Sobre esa cresta de ola del espíritu confuciano, China habría de alcanzar la misma dinámica que, con idéntica inspiración, habían logrado ya los Tigres Asiáticos (Hong Kong, Singapur, Corea del sur y Taiwán).


En su gran novela “Los Conquistadores”, André Malraux describiría magistralmente, por boca del Viejo Cheng Dai, la capacidad milenariamente latente en la cultura china “para apoderarse siempre de sus vencedores. Lentamente, es verdad, pero siempre”. En un documento producido por la BBC, esa virtualidad para el regreso a las raíces primarias está anclada precisamente en las enseñanzas del gran maestro Confucio. Que “a la vuelta de 25 siglos ha terminado por imponerse a todo aquello que se le ha puesto enfrente: desde la penetración budista en China, que por muchos siglos proyectó una sombra sobre el Viejo Maestro, hasta las últimas olas del pensamiento moderno occidental, con Marx y Engels a la cabeza”.


El presidente Hu Jintao, protegido en su juventud del viejo Deng Xiao-ping, adoptó desde el comienzo de su mandato la consigna confuciana sobre la “armonía” como prerrequisito para la viabilidad de su nación. Pero, además, como guía indispensable para recobrar el sentido ético del desarrollo. En una conferencia titulada "El concepto socialista del honor y la vergüenza", el líder chino elogió las "ocho virtudes" de Confucio, incluidas la austeridad y la pasión por el bien público. Que presentó como antagónicas de la búsqueda exclusiva del lucro como esencia del capitalismo. Y al desfilar el pasado primero de octubre en la gigantesca plaza de Tianamen, para rendir tributo a Mao a los 60 años de fundada la República Popular China, reiteró la vigencia de esas mismas virtudes cardinales. Y todo ello, a juicio de consagrados analistas, a conciencia de que con ello también virtualmente acababa de liquidar la memoria de Mao, para entronizar formalmente al único líder que no ha dejado de estar presente durante 2.500 años en el alma de la sociedad china.


El filósofo político Daniel Bell, uno de los más ilustres profesores de Harvard, pero también profesor de la Universidad de Tsinghua en Beijing, acaba de publicar un libro que arroja mil luces sobre el más fascinante de los fenómenos geopolíticos del siglo XXI. (“China's New Confucianism: Politics and Everyday Life in a Changing Society”, Princeton University, 2009). El pragmatismo confuciano, anclado en la ética individual, en el trabajo duro, en la disciplina social y en los valores familiares, continuará siendo la clave para orientar la reforma política y para restaurar los valores prerrevolucionarios de la China profunda. “La tradición puede ser el hilo conductor de la nueva China. El confucianismo está muy próximo al poder blando (soft power) y la facción más joven del Partido Comunista Chino está muy comprometida con esa filosofía”, dice Bell.


Lo cual indica que el camino de la persuasión, implícito también en la filosofía confuciana, puede estarse convirtiendo en el mejor sendero hacia nuevas formas de democracia en China. Pero, al mismo tiempo, como una manera de legitimar cualquier forma de gobierno. Algo que en la conciencia popular no ofrece “per se” el simple sello marxista del régimen político vigente.


Rasgos muy diferentes, por supuesto, a los de la democracia formal de Occidente, tan cerca de las manipulaciones de masa y tan lejos de la equidad y de la justicia. Pero al mismo tiempo tan distante cada día del rechazo a las formas corruptas de la política. Mientras tanto, dentro de visión confuciana que está permeando de nuevo todos los estamentos de la sociedad china, la pena de muerte existente en varios países de oriente para los corruptos, se vuelve casi un prerrequisito para limpiar las prácticas políticas y para garantizar el manejo transparente de lo público. Tanto como para el regreso a la identidad cultural, que es también una condición esencial para insertarse en una sociedad globalizada.

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