miércoles, 14 de octubre de 2009

Un premio por nada

Arlene B. Tickner

El Espectador, Bogotá

Octubre 14 de 2009

El Premio de Paz es un bicho raro entre los Nobel, comenzando por el hecho de que su inventor también lo fue de la dinamita. A diferencia de los otros premios, que están en manos de distintas academias suecas, el de Paz es otorgado por un comité nombrado por la legislatura noruega, lo cual pone de relieve su carácter político.

Barack Obama es el cuarto presidente de los Estados Unidos en recibirlo. Al poco pacifista Teodoro Roosevelt se le otorgó en 1906 por su mediación en la guerra ruso-japonesa, papel que ejerció con el fin de controlar el poder ascendente de Japón. En 1919, Woodrow Wilson lo recibió como promotor de la Liga de las Naciones y el Tratado de Versalles, aunque estos no sólo fueron insuficientes para mantener la paz sino que precipitaron la Segunda Guerra Mundial. A Jimmy Carter el reconocimiento le llegó varias décadas después de su polémica presidencia, en 2002, por sus buenos oficios en los países en conflicto.

En contraste con sus antecesores, Obama no ha hecho nada todavía para merecer un Nobel. Pero no es la primera vez que el premio se otorga mirando más hacia delante que hacia detrás. En 2000 se premió al presidente de Corea del Sur, Kim Dae Jung, con el fin de potenciar la búsqueda de la paz luego de una cumbre histórica sostenida con su homólogo del Norte. Un año después, Kofi Annan —quien llevaba tan sólo la mitad de su período como Secretario General— y la ONU fueron los galardonados, tal vez para reiterar la importancia del multilateralismo en el mundo que se veía venir después de los ataques terroristas del 11 de septiembre. Además del deseo de distinguir a Obama por el simple hecho de no ser George W. Bush, el Premio de Paz puede considerarse una “cuota inicial” para sus estrategias diplomáticas futuras. El comité del Nobel estaría pensando en problemas como la proliferación nuclear —en especial casos como Irán y Corea del Norte— y el cambio climático, frente a los cuales la postura del gobierno estadounidense aún está por concretarse.

Empero, el Premio de Paz puede tener consecuencias no intencionales. Hay un consenso creciente en Estados Unidos —entre los defensores y opositores de Obama por igual— de que la brecha entre sus promesas y sus logros concretos aún es grande. Sus detractores dentro del Partido Republicano y los medios ultra-conservadores han utilizado el Nobel —que les dio piedra, luego de que celebraran la derrota olímpica de Obama —para alimentar su campaña de desprestigio y ridiculización. “No sabía que el Nobel tenía una cuota de acción afirmativa”; “Obama no recibirá ningún premio por crear empleos ni arreglar la economía”; “Quieren castrar a Estados Unidos pidiéndole a Obama que no mande tropas a Afganistán ni actúe frente a Irán”, son tan sólo algunas de sus últimas manifestaciones.

La compleja situación doméstica e internacional que heredó Obama hace políticamente riesgosa una distinción mundial por no hacer nada. Pero, ¿quién dijo que ser presidente de los Estados Unidos, en particular en una coyuntura como esta, permite hacer cosas extraordinarias?

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