lunes, 28 de diciembre de 2009

A propósito de Copenhague

Saúl Hernández Bolívar

El Mundo, Medellín

Diciembre 28 de 2009

Alguna vez recibí un correo de un católico radical que se manifestaba no sólo contra el aborto sino contra cualquier tipo de control natal, y reprochaba toda alusión a la sobrepoblación del planeta con el argumento de que el territorio del Estado de Texas sería suficiente para albergar a la actual población mundial completa, con una densidad no mayor a la de las urbes más pobladas del globo. Es decir, que los cerca de siete mil millones de habitantes de la Tierra, viviríamos holgadamente en los 700.000 kilómetros cuadrados de Texas —el tamaño de Francia, poco más de media Colombia—, dado que se tendría una densidad de 10.000 habitantes por kilómetro cuadrado mientras que en Bombay (India) rondan los 30.000. Con eso pretendía demostrar que el planeta está prácticamente despoblado, vacío.

Sin embargo, mi interlocutor se pasó por alto un detalle, o dos. El primero, es que no todo el territorio de Texas, Francia o Colombia, es habitable; hay ríos, lagos, montañas, desiertos, glaciares, etcétera, donde no se pueden desarrollar actividades cotidianas o donde difícilmente florecería una colectividad. El segundo, mucho más determinante, es lo que algunos llaman la ‘huella humana’, o sea el rastro que las actividades humanas dejan sobre la biosfera, una huella que en muchos casos deja una imborrable cicatriz.

Los seres humanos necesitamos consumir recursos para sobrevivir, y a mayor calidad de vida más recursos se consumen, como en los países industrializados. Para Alberto Mendoza Morales (El Tiempo, 21-05-2008), la huella ecológica se calcula “midiendo en hectáreas cinco variables: 1) urbanización; 2) producción de los alimentos y vegetales necesarios; 3) territorios para pastos y ganadería; 4) áreas marinas necesarias para producir pescado, mariscos y algas; y 5) selvas y bosques capaces de contrarrestar con oxígeno el bióxido de carbono (CO2) que produce el consumo energético. Las hectáreas resultantes divididas por el número de habitantes del planeta muestran el área de la huella ecológica per cápita”.

Los ecologistas calculan que el área de huella ecológica, por persona, es de 1,7 hectáreas; pero en la actualidad se están empleando 2,8 hectáreas. Lo anterior significa que se están consumiendo más recursos de lo que sería recomendable bien porque el planeta tiene el doble de habitantes de los que debería tener o bien porque en los países desarrollados consumen mucho más de lo que sería sensato. Basta mencionar que mientras Al Gore posa de ambientalista, en su mansión de Nashville consume 20 veces más electricidad que un hogar típico norteamericano (El Mundo [Esp], 01-03-2007) que, a su vez, está muy por encima de un hogar tercermundista promedio.

Desde 1999, el consumo excedió la disponibilidad planetaria y, actualmente, la humanidad consume el 120 por ciento de la capacidad de producción del planeta. Alberto Mendoza lo explica de manera contundente: “es una situación comparable con la de aquellos que gastan más de lo que pueden pagar”.

Gracias a los avances en biotecnología, los pronósticos sombríos que hiciera Malthus a comienzos del siglo 19 (que el aumento en la producción de alimentos no alcanzaría la demanda) no se han cumplido. Pero no es suficiente con que el crecimiento poblacional esté frenándose y se vaya a revertir a partir del 2050. El biólogo Paul R. Ehrlich, afirmó recientemente que “tener más de dos hijos es egoísta e irresponsable” (El País, 06-11-2009).

Si hemos de derrotar cierto escepticismo acerca de la culpabilidad de los seres humanos en el tema del cambio climático, es preciso reconocer que el problema pasa por el consumo de recursos y por la demanda de los mismos. Es cierto que todos cabemos en Texas, pero las tareas agrícolas demandan el 70 por ciento del agua en el mundo, mucho más de lo que gastamos en la ducha, el lavabo o el retrete, y una cantidad infinitamente mayor a la que ingerimos.

Asimismo —según la FAO (El País, 01-04-2007)—, la ganadería aporta el 18 por ciento de los gases de efecto invernadero del mundo, mientras el transporte contribuye con el 14 por ciento, o sea que son más peligrosas las flatulencias de las vacas que los gases de los carros. Y esos abultados recursos que se consumen produciendo alimentos no tienen otra explicación a que hay demasiadas bocas que alimentar.

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