jueves, 29 de octubre de 2009

Situación deplorable

Editorial

El Tiempo, Bogotá

Octubre 29 de 2009


Masacres, muertes misteriosas, presunto espionaje y protección de la guerrilla, tráfico de drogas e insultos personales son los componentes del más reciente choque entre los gobiernos de Colombia y Venezuela. En el centro de la nueva crisis diplomática está la aparición en el vecino estado Táchira de los cuerpos sin vida de ocho colombianos que fueron secuestrados por un grupo armado desconocido mientras jugaban un partido de fútbol.

El manejo que las autoridades del vecino país le han dado a la tragedia ha dejado mucho que desear. La inmediata reacción del gobierno de Caracas, en cabeza del vicepresidente y ministro de Defensa, Ramón Carrizales, fue acusar a las víctimas de actividades paramilitares o de ser parte de una infiltración orquestada por Bogotá. Más aún, aprovechó este macabro hallazgo para reiterar sus acusaciones sobre la presencia de agentes del DAS en su territorio, a cargo de supuestas labores de espionaje e intentos de soborno. Hace dos días, la Cancillería venezolana confirmó la captura de dos miembros del cuerpo de seguridad mencionado.

A nivel regional, el gobernador del Táchira y opositor del régimen chavista, César Pérez, ligó la matanza a denuncias sobre la presencia de guerrilleros en su país con el supuesto beneplácito de las autoridades. Aunque Pérez manifestó estar dispuesto a señalar los lugares por donde transitan las columnas de la subversión, aún se esperan las pruebas de sus afirmaciones.

Tan rápidas declaraciones contrastan con la lentitud y franca obstrucción de la investigación para establecer los verdaderos hechos detrás del múltiple crimen, sus motivos y responsables. Ayer, el comandante de las Fuerzas Armadas, el general Freddy Padilla, confirmó la negativa del gobierno venezolano a recibir la cooperación ofrecida por su contraparte colombiana.

Esa situación es deplorable. Más que a resolver el misterio de la masacre o abordar los problemas de orden público en la frontera, el Palacio de Miraflores parece inclinado a alimentar con esta tragedia su agenda de política exterior. Desde que se hizo público el acuerdo de cooperación militar entre Colombia y Estados Unidos, Hugo Chávez no ha cesado de emplear los más variados escenarios internacionales para resaltar la supuesta amenaza que el gobierno de Álvaro Uribe implica para su país. Para el régimen bolivariano, las bases militares que contempla el pacto binacional son un atentado contra su seguridad.

Por ende, vincular la muerte de los colombianos a "un gran plan de conspiración y desestabilización en contra de Venezuela" es una explicación más fácil de ofrecer que otras hipótesis, como la existencia de grupos milicianos cercanos a las autoridades e, incluso, los ajustes de cuentas entre criminales. Fortalecer la versión de los supuestos espías o la extensión de las actividades paramilitares a suelo venezolano pondría la responsabilidad a este lado de la frontera y evitaría a los funcionarios vecinos responder por las denuncias acerca de un fuerte incremento de la salida de cargamentos de droga hacia Centroamérica y Estados Unidos desde su territorio. En el delicado balance entre seguridad doméstica y política exterior, los venezolanos parecen privilegiar la segunda a un costo aún por determinar.

Al dar la impresión de estar más pendiente de engrosar un dossier contra Colombia y las bases que de solucionar un crimen execrable, Venezuela comete una nueva equivocación. Eso para no hablar de la falta de consideración con los familiares de las víctimas, que esperaron días para recibir los despojos de sus seres queridos. Por eso, se puede afirmar que si, como parece, esta masacre es utilizada con intereses cortoplacistas, quienes ganan son los asesinos que desean sembrar el terror y la desconfianza en ambos países.

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