miércoles, 25 de noviembre de 2009

En lo que nos tiene la guerrilla

Editorial

El Espectador, Bogotá

Noviembre 24 de 2999

Terroristas y no de otra manera se les podría denominar a las Farc después de que se supo del ataque a un bus de pasajeros ocurrido el viernes pasado en Barbacoas, Nariño.

Tras los disparos, la gasolina y el fuego, seis pasajeros que no tuvieron tiempo de escapar fueron incinerados junto con el bus. Dos eran menores de edad.

El gobernador de Nariño, Antonio Navarro Wolff, calificó el hecho como un “acto de salvajes”. Antes, las Farc ya habían atacado un bus de servicio público que por fortuna no se detuvo en el retén de la guerrilla.

Éste, que no contó con la misma suerte, fue detenido e incendiado. Se presume que los cuatro adultos y los dos niños que no descendieron del vehículo se encontraban adormecidos.

El deplorable hecho fue igualmente lamentado por la Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos a través de un comunicado en el que repudió el ataque contra la población civil y le recordó a la guerrilla que el Derecho Internacional Humanitario precisa respeto.

“Quemar pasajeros medio dormidos en un bus, asesinar y herir niños indefensos, son actos de barbarie que condenamos fuertemente”, sostuvo Christian Salazar Volkmann, representante en Colombia de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos.

Tan injustificado fue el accionar de la columna Mariscal Sucre, a la que se responsabiliza del asesinato de los seis colombianos, que la OEA se unió al coro de voces que exigen el cese de este tipo de acciones en todas las regiones del país. En su comunicado la OEA va aún más lejos al aceptar que estos actos “no contribuyen a generar caminos que permitan resolver la difícil situación de orden público”.

El tema no es menor, pese a que no es la más brutal de las petrificantes historias de muerte que les hemos aguantado a las Farc. Que el gobernador, un ex militante del M-19 que se reintegró a la sociedad para hacer política sin recurrir a las armas, se refiera a lo ocurrido como “una salvajada”, y la ONU y la OEA condenen por igual los métodos utilizados por la subversión, debiera hacerles pensar a los altos directivos de las Farc en lo degradada que está su solitaria guerra.

Una guerrilla sin legitimidad, sin ideales claros, sin estándares éticos ni coherencia alguna, que hace alianzas con cualquier grupo delincuencial para controlar rutas de coca, que recluta menores de edad, asesina indígenas, retiene secuestrados en las más ignominiosas condiciones y posa, además, de víctima, no merece mayor consideración.

La guerrilla no sólo es la protagonista de estos brutales atentados. Su agotadora lucha por el lejano —y hoy imposible— control del poder nos llevó a la polarización absoluta. Las soluciones pragmáticas y de suyo radicales, aquellas que abogan por menos libertad y bastante más seguridad, han imperado en los últimos años. El propio presidente Uribe nos ha insinuado, ayer de nuevo, que de ser necesario, se tendrá que hacer reelegir una segunda vez consecutiva para garantizar que no habrá más guerrilla. Nos encontramos oyendo tambores de guerra con un país hermano al que algunos califican de santuario de las Farc, y a otro ya lo bombardeamos por el mismo motivo.

Si al tratarlas de terroristas se cierran los márgenes de maniobra para una salida negociada y política al conflicto, las Farc deben entender que, antes que una exitosa propaganda gubernamental, las que están decidiendo sobre su futuro en un mundo cada vez más respetuoso de los derechos humanos son sus acciones de grupo bandolero.

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