lunes, 23 de noviembre de 2009

La España corrupta

Darío Ruiz Gómez

El Mundo, Medellín

Noviembre 23 de 2009

Los principales periódicos españoles coincidieron hace unas semanas en sus titulares de primera plana al denunciar la corrupción que se ha apoderado de España, colocando en el más absoluto descrédito a los partidos políticos y lógicamente a quienes representan públicamente a esos partidos. El editorial de ABC llamaba la atención en el sentido de que la corrupción estaba acabando con los restos de la democracia. Curiosamente a esta incontenible ola de corrupción se unió Cataluña, definida desde el siglo XIX, como lo recuerda Arcadi Espada, como “el oasis”, pues según sus conspicuos dirigentes históricos, de esa isla de civilización estaba ausente el mal tercermundista de la corrupción.

La constante en esta trama de corrupción catalana es la de siempre: la especulación urbana, los prevaricatos urbanísticos, que como en el sonado caso de las costas andaluzas compró terrenos para legitimar, con la complicidad de concejales, funcionarios, y que luego de estafar a los ciudadanos se descubría que eran terrenos anegables, con fallas geológicas. Una verdadera galería de personajillos que parecen sacados de un thriller de Elmore Leonard se han apoderado de los medios de comunicación con sus figuras patéticas y el séquito de implicados.


“El agotamiento y sobretodo la perversión de la vida democrática en nuestro país, - ha recordado con su incisiva lucidez José Vidal- Beneyto- al mismo tiempo causa y consecuencia de la acumulación y del hacinamiento de turbiedades, estafas, latrocinios, trampas; esa celebración unánime del fraude y la rapiña generalizadas en el mundo actual, pero en España elevadas a su máxima potencia, acompañadas por la obscena codicia de poder y por la obsesión de privilegio que hacen de su conquista y disfrute una partida a vida o muerte”.


Porque la corrupción cuando se generaliza hace del latrocinio y la estafa una terrible virtud del poderoso que al no encontrar el freno que podría oponerle la ética de la justicia verdadera, termina por minar las instituciones y por generalizar algo concomitante al mandato de los corruptos: la mediocridad de la vida pública, de los funcionarios, la presencia normal del corrupto en la vida pública, en los llamados medios de comunicación donde jamás se los cuestiona. Los valores que se celebran no son otros que los que la corrupción ilustra por desgracia, y así, la relación humana que debe ser una relación de respeto, de defensa del débil, se convierte en la exaltación de estos seres terribles, de su codicia.


Por eso el escándalo juega su poder catártico para que al final todo quede impune. El error consiste en creer que la corrupción es un problema político y no una necesaria responsabilidad de individualidades a quienes la justicia debe responsabilizar judicializando oportunamente. Los abogados instrumentan la defensa de un cliente que no tiene frente a sí, la presencia de la justicia sino el vacio del derecho, la ausencia del Estado.


“España está zozobrando. Y esta náusea de ahora es sólo un síntoma. No hay vida en esta tierra.
Estamos muertos”, exclama el pensador Gabriel Albiac al hacer su recuento de lo que supone a través de la corrupción la desaparición de Estado de derecho, la desaparición de la autoridad. Afuera la impunidad cobija a los especuladores que destruyeron las ciudades, el campo, a los traficantes de mujeres, al inmenso negocio del narcotráfico. Una vez más con el verso de Machado se ha regresado, “a esa España inferior que ora y bosteza, vieja, tahúr, zaragatera, triste”.

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