viernes, 24 de octubre de 2008

Nuestra Fahrenheit 451

Alfonso Monsalve Solórzano
almonsol@hotmail.com

En 1953, Ray Bradbury, maestro de la ciencia ficción, escribió un libro perturbador: Fahrenheit 451. Quise presentar en mis propias palabras su argumento, pero encontré a otros –Francisco Ontanaya y Antonio Pérez- que lo hacen mejor que yo, al menos en el papel que le corresponde a los bomberos de la sociedad –ya no tan imaginaria, como se verá más adelante- que representan un estilo de vida y una forma de organización social atroces.

451 grados en la escala Fahrenheit es “la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde […].En un futuro no muy lejano, un cuerpo de bomberos con el anagrama 451 en el casco, conduciendo vehículos con apariencia de salamandra, no se dedica a extinguir fuegos, si no a provocarlos. Un millón de libros han sido prohibidos, libros que se contradicen entre sí, que sostienen argumentos opuestos, y que por ello impiden que la gente sea feliz. Guy Montag, y la brigada de bomberos, acuden a la emergencia de cada propietario de libros localizado, con las salamandras y las mangueras que lanzan petróleo, para incinerar hasta la última hoja”.

La metáfora no puede ser más diciente: para algunos, como el conocimiento se construye mediante la controversia, especialmente, en el debate de las ideas contrapuestas, y, para el colmo, no asegura verdades absolutas, sino a lo sumo, condicionales, concluyen que no sólo no produce la felicidad sino que se opone a ella. La felicidad, piensan, está contenida en el conjunto de fórmulas que sus mentes calenturientas consideran verdades absolutas que tienen el deber moral de imponer a todo el mundo. Su consigna es obligar a la gente a ser feliz, y sólo hay una manara para serlo, la que ellos practican.

El deber ‘moral’ de imponer su propio punto de vista ha sido justificado desde diferentes perspectivas, ya sea porque se trata de una verdad divina revelada, típica de todos los fundamentalistas pasados, como los inquisidores del tipo de Tomás de Torquemada (¡qué apellido más acorde con su actividad de llevara a la hogera a los ‘infieles!’) o ciertos actuales mullas del Islam o porque se trata de una verdad ‘científica’ como las que proponen determinadas interpretaciones (porque no son todas, por supuesto) del materialismo dialéctico o el histórico o de las tesis de El Capital, de la doctrina marxista.

Quien posee la verdad absoluta ha encontrado la formula de la felicidad: adecuar la vida a dicha verdad. Quien no lo haga merece la hoguera, el escarnio y la humillación. Pero, además, si ya existe la receta, sólo hay un libro que es sagrado y que por serlo, merece ser conservado. Los demás son tentaciones del demonio o panfletos metafísicos carentes de todo valor. Quemar la biblioteca, el lugar por excelencia del disenso, del debate y la aceptación terrible de que no hay fórmulas para ser feliz, ha sido una tradición que viene de la Antigüedad.La Biblioteca de Alejandría, la más importante de la Antigüedad, muchas veces incendiada, lo fue la última vez por el fundamentalista islámico el califa Omar, en el 643 de nuestra era, con el siguiente argumento: “Los libros de la Biblioteca o bien contradicen al Corán, y entonces son peligrosos, o bien coinciden con el Corán, y entonces son redundantes”. La ‘verdad absoluta’ conduce así a la barbarie, a la negación del otro o a su sometimiento. La religión o la ciencia, dos prácticas tan constitutivas de lo humano, son convertidas en armas mortales en manos de las hordas que actúan en sus nombres.

Pues bien, el modo de vida de los bomberos de la sociedad Fahrenheit 451 ya está en Colombia, en nuestra Medellín. El día jueves fue asaltada la Biblioteca de la Universidad Nacional sede Medellín por bárbaros encapuchados. La biblioteca de una Universidad es su espacio más simbólico. Encarna el conocimiento, la sabiduría, el disenso, la controversia, En ella está la ciencia con sus verdades condicionales, los textos religiosos, los libros en los que se inspiran los fundamentalistas y aquellos que los rechazan. Todo lo que se ha pensado, las distintas versiones del pasado, el conocimiento que posibilita un futuro mejor o una sociedad que se autoinmola. En fin, la biblioteca, cada biblioteca, pero especialmente, una universitaria, representa todo lo que un fundamentalista odia.

Estos bárbaros, creyentes enceguecidos de la ‘verdad histórica absoluta’ de la revolución, destruyeron 18 cámaras usadas para evitar la mutilación o el robo de libros; hurtaron, como vulgares delincuentes, un computador y destrozaron otro tirándolo al piso; amenazaron e intimidaron a los usuarios, evitando que evacuaran el edificio, apilaron las cámaras a las afueras de la biblioteca y les pusieron explosivos para destruirlas. No fue un ataque al sistema de vigilancia, materializado en las cámaras, que podrían documentar sus fechorías, aunque así se quiera presentar argumentando que representaban el ojo opresor del Gran hermano que interfiere sus actividades ‘libertarias’. No. Es el acto de unos fundamentalistas que destruyen y vandalizan el lugar que pone de presente su pequeñez mental y su intolerancia desenfrenada.

Me solidarizo con la Universidad Nacional, con sus directivas, profesores, estudiantes y empleados. Me duele el destino de nuestra academia y no me resigno a que los bárbaros nos dobleguen. No puede haber espacio para ellos en las universidades. Todos aquellos que respetamos el conocimiento y practicamos el disenso, cualquiera sea la tendencia ideológica o política que practiquemos, debemos unirnos y manifestarnos pública contra estos individuos. Hagamos un acto colectivo de rechazo a este acto y de desagravio con la Universidad Nacional.

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