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domingo, 21 de febrero de 2010

¿Destrucción de Bahía Málaga?

Manuel Rodríguez Becerra

El Tiempo, Bogotá

Febrero 21 de 2010

La destrucción de los singulares valores ecológicos, culturales y paisajísticos de Bahía Málaga será inevitable si los empresarios del Valle del Cauca, en alianza con la Gobernación de ese departamento, tienen éxito en su intento de convertirla en un puerto comercial para barcos de gran calado.

Es lamentable que un influyente grupo de empresarios de esa región, liderados por la Cámara de Comercio y con respaldo de la Andi, haya resuelto saltarle a la yugular al proyecto de declaratoria de esa bahía como área protegida, justamente en el momento en que el Gobierno Nacional se disponía a firmar el decreto correspondiente, después de un riguroso, complejo y transparente proceso adelantado por el Ministerio del Ambiente y la Unidad de Parques Nacionales, conjuntamente con diversas organizaciones públicas y privadas.

Además, esta iniciativa portuaria parece desconocer que la declaratoria es la culminación lógica de diversas y valerosas políticas que los gobiernos anteriores adoptaron para la protección de este patrimonio natural único, no pocas veces contra la voluntad del mismo grupo empresarial.

Así, por ejemplo, en 1991, Inderena acordó con Smurfit de Colombia cancelar su concesión forestal circundante a la bahía, con el fin de evitar la tala de los ricos ecosistemas de bosques y manglares y destinarlos a la conservación. Posteriormente, en 1993, el Consejo Nacional de Política Económica y Social, por solicitud del Inderena y del Departamento Nacional de Planeación, rechazó, atendiendo consideraciones ambientales, el proyecto de Ecopetrol de establecer en Bahía Málaga un puerto petrolero. Y a mediados de esa década se inició el proceso de titulación de tierras de propiedad colectiva a las comunidades negras en la región.

En la actualidad, los argumentos para declarar Bahía Málaga como área protegida son tanto más contundentes que los de hace veinte años, como lo demuestran diversas investigaciones científicas recientes. Hoy sabemos que cerca de mil ballenas jorobadas habitan estacionalmente la bahía y que allí se registra una de las tasas anuales de alumbramiento más alta del mundo para esta especie. Y sabemos, también, que la ballena jorobada requiere para su apareamiento, parto, lactancia y crianza, ambientes con muy baja perturbación. Este hecho, sumado a la gran riqueza en biodiversidad de la zona y a su extraordinario potencial como reserva paisajística, basta para justificar el área protegida, que, además, las comunidades indígenas y afrocolombianas ancestrales de la región consideran prioritaria en relación con su identidad cultural e integridad de sus territorios.

No es, entonces, posible entender el empecinamiento de los empresarios vallunos con la construcción de un puerto en Málaga, más si se considera que esta es una de las pocas áreas naturales de valor que le resta a ese departamento, caracterizado, en general, por un grave deterioro ambiental. Menos se entiende si se toma en consideración la decisión del Gobierno Nacional de concentrar sus esfuerzos en transformar a Buenaventura en el gran puerto que Colombia requiere en el Pacífico para el futuro, buscando al mismo tiempo pagar la enorme deuda social del país con esa atormentada ciudad. Y, como es obvio, la construcción del puerto en Málaga inevitablemente desviaría parte sustancial de los recursos públicos destinados a Buenaventura hacia la construcción de las megaobras de infraestructura requeridas.

En suma, los dirigentes del Valle con su proyecto no solo arruinarían un patrimonio natural nacional de enorme valor, sino que incurrirían en un acto de infinita injusticia con el puerto de Buenaventura. Esperemos que el gobierno del presidente Uribe se mantenga en su decisión de declarar el área protegida y no caiga, una vez más, en su debilidad de conceder gabelas a los empresarios, con frecuencia a contrapelo del interés nacional.

domingo, 24 de enero de 2010

La hora de los bosques

Manuel Rodríguez Becerra*

El Tiempo, Bogotá

Enero 24 de 2010

El inicio de una lucha efectiva contra la destrucción de los bosques es el más positivo resultado de la reciente Conferencia de Copenhague, así debamos reconocer que la Cumbre fundamentalmente fracasó al no haber adoptado todas las medidas requeridas para combatir el cambio climático.

Ya existe el acuerdo político para poner en marcha el mecanismo para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero como consecuencia de la deforestación y degradación (REDD, por su sigla en inglés).

Mediante él, los países desarrollados se comprometen a otorgar a los países en desarrollo recursos económicos para evitar la deforestación eminente, proteger los bosques en pie -incluyendo los ubicados en los parques nacionales y en los territorios indígenas-, restaurar bosques degradados, y reforestar.

En reciente reunión del Grupo de Expertos Consejero de la Estrategia de Bosques del Banco Mundial, del cual hago parte, se subrayó que una vez REDD se ponga en funcionamiento los recursos asociados podrían alcanzar un monto de 6.000 millones de dólares anuales en su primera etapa.

La motivación para establecer este mecanismo es obvia: la deforestación causa el 18 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero. REDD no es, entonces, una graciosa dádiva del norte al sur, sino el pago de un servicio ambiental clave para luchar contra el cambio climático (mantener el carbono secuestrado e incrementar su captación), en particular a países que aún cuentan con amplias extensiones de bosque, como Colombia.

Además, es imperativo proteger los bosques para asegurar la prestación de otros servicios esenciales para la estabilidad ambiental y la satisfacción de necesidades humanas básicas, como la regulación del ciclo del agua, la conservación de las especies de flora y fauna, la oferta de alimentos, fibras, maderas y otras materias primas básicas, la protección contra la erosión y la provisión de medios de vida para más de 1.000 millones de habitantes.

El presidente Álvaro Uribe reiteró en Copenhague que Colombia está comprometida con la protección de su actual cobertura forestal, que cubre aproximadamente el 50 por ciento de su extensión, y resaltó que como medio fundamental para lograrlo el país cuenta con una política que ha sacado del comercio el 40 por ciento de la tierra, y que está representada en los resguardos indígenas, las propiedades colectivas de las comunidades negras y los parques nacionales.

Sin duda, esta es una de las políticas más audaces de conservación del bosque tropical en el globo y, como lo recordó el mismo presidente Uribe, es el producto de determinaciones tomadas por gobiernos anteriores, en particular durante la administración del presidente Virgilio Barco y mediante la Constitución de 1991.

Infortunadamente, es una política que arriesga a quedarse en la retórica y en el papel puesto que la integridad de las extensas y ricas selvas de la Amazonia y del Chocó, así como de los bosques aún existentes en la cuenca del Orinoco, está hoy más amenazada que nunca como producto de megaobras injustificadas (ejemplo: las carreteras Las Ánimas-Nuquí y del Tapón del Darién, en el Chocó), de la política de inversión extranjera que avizora al territorio nacional como una gran guaca minera y petrolera en toda su extensión, y de la reconquista indiscriminada de los Llanos Orientales para la producción agroindustrial a gran escala, sin tomar en consideración las restricciones propias de su rica, pero vulnerable, oferta ambiental.

Llegó la campaña presidencial y los candidatos, de hoy y de mañana, deberían aclarar al país qué diablos se proponen hacer para detener la deforestación, conservar nuestras ricas selvas y reforestar y restaurar las amplias extensiones de las regiones andinas y de las planicies del Caribe, cuyos bosques han sido inclementemente arrasados.

Y llegó la hora de los bosques del mundo, y Colombia tiene en REDD una excepcional oportunidad, pero para aprovecharla se requiere una definitiva voluntad política.

*Ex ministro de Medio Ambiente

domingo, 15 de noviembre de 2009

Cambio climático: lo que está en juego

Manuel Rodríguez Becerra*

El Tiempo, Bogotá

Noviembre 15 de 2009


Un reciente editorial de este diario señaló que, después de casi dos años de negociaciones, son pocas las esperanzas de alcanzar en la próxima Cumbre de Copenhague un acuerdo que permita enfrentar en forma adecuada el calentamiento global.

¿Por qué ha sido tan difícil alcanzar un acuerdo "con dientes" cuando desde hace treinta años los científicos, en forma casi unánime, nos han reiterado que existe una alta certidumbre sobre la existencia del fenómeno y sobre sus graves impactos? ¿Por qué la Convención Marco de Cambio Climático (1992) y su Protocolo de Kioto (1997) presentaron desde un principio una gran debilidad y sus resultados han sido tan pobres?

No se me olvidan los planteamientos del doctor Andrew Hurrel, profesor de política internacional de la Universidad de Oxford, en un seminario que tuvo lugar en la Universidad de los Andes, previo a la Cumbre de Río de Janeiro en 1992. La resolución del problema del cambio climático, afirmó, requeriría un nivel de cooperación y solidaridad de todos los países del planeta -en materia económica, tecnológica y social-, que no tiene antecedente alguno en la historia de la humanidad.

Además, añadió, no ha existido tampoco una negociación global de mayor complejidad en la historia: los impactos del cambio climático son diferenciados para las diversas regiones del mundo, con ganadores y perdedores en los distintos escenarios de aumento de la temperatura; los intereses de cada país se ven afectados en forma singular, dependiendo del camino que se tome para combatir el calentamiento global, y para llegar a un acuerdo se requiere el consenso de 194 países, lo que implica tomar decisiones de mínimo común denominador que, en este caso, no son necesariamente las más apropiadas.

No obstante estas grandes complejidades y las dificultades en que se encuentra el proceso hacia la Cumbre de Copenhague, ya no parece posible darse el lujo de negociar otros veinte años sin alcanzar acuerdos significativos, puesto que el tiempo para la acción eficaz se encuentra prácticamente agotado. Y es que, justamente, es imperativo llevar a cabo, en los dos próximos decenios, las reducciones requeridas de emisiones de gases de efecto invernadero para que la temperatura media de la Tierra no sobrepase el umbral más allá del cual se podrían enfrentar impactos totalmente indeseables, que, en ciertos escenarios, podrían llegar a ser catastróficos.

Por eso es esperable que en la Cumbre se cierren algunos acuerdos sustantivos en asuntos claves como la adaptación y la deforestación evitada, de especial importancia para Colombia, y se definan las bases para alcanzar, mediante una nueva ronda de negociaciones, acuerdos de aliento en materia de mitigación de los gases de efecto invernadero y de financiación a los países en desarrollo, que constituyen el nudo gordiano de los desencuentros. Y la construcción de estos nuevos acuerdos necesariamente partirá tanto del reconocimiento de las responsabilidades históricas de los países desarrollados, como del reconocimiento de las responsabilidades que están adquiriendo los grandes países en desarrollo como consecuencia de su ingreso al club de los emisores de gases de efecto invernadero.

En Copenhague no se está buscando salvar nuestro planeta, como se afirma erróneamente. En últimas, lo que está en juego es el nivel de bienestar de los jóvenes de hoy y de las futuras generaciones (o, para ponerlo en forma menos elegante, su posible grado de sufrimiento), así como la sobrevivencia (o grado de extinción) de las especies que han acompañado a la especie humana en su evolución. Y pase lo que pase, en esta era de drástico cambio global de origen humano, el planeta Tierra seguirá su accidentado curso durante cuatro mil quinientos millones de años adicionales hasta que finalmente desaparezca en la infinitud del universo.

* Ex ministro de Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial

sábado, 17 de octubre de 2009

"La mejor Orinoquia que podemos construir"

Manuel Rodríguez Becerra

El Tiempo, Bogotá

Octubre 17 de 2009


En la Orinoquia colombiana está ocurriendo un profundo y acelerado proceso de transformación económica, social y ecológica. Gobierno y empresarios han identificado, con razón, que esta es la nueva frontera económica del país, en virtud de sus grandes potenciales para la agroindustria (arroz, palma de aceite, maíz, plantaciones forestales, ganadería moderna, entre otros), para la explotación de hidrocarburos, y, eventualmente, para la minería.

En este contexto, se está señalando a la región como un territorio vacío cuyo principal destino debe ser la producción agrícola en la mayor parte de su extensión (que asciende a cerca de 22 millones de hectáreas en la planicie). Pero esta visión de la Orinoquia como un lienzo blanco, sin ninguna restricción, podría conducir a generar daños irreversibles en sus ecosistemas y a detonar un declive de los servicios que estos prestan, como el agua, la diversidad de especies de flora y fauna, y el paisaje.

En efecto, la cuenca del Orinoco, en nuestro país, cuenta con 32 tipos de sabanas y 156 tipos de ecosistemas, caracterizados por una gran riqueza y fragilidad, incluyendo aquellos ubicados en la cordillera que están relacionados con su riqueza hídrica. Tiene una de las mayores diversidades de especies de peces de agua dulce del mundo, es una de las regiones de mayor variedad de aves y se destaca por su muy alta diversidad de gramíneas tropicales.

La Orinoquia contiene, además, el 32 por ciento de las existencias de agua dulce del país, el 36 por ciento de los ríos con caudal superior a 10 m3/seg, el 39 por ciento de las microcuencas y un complejo sistema de humedales que representa el 32 por ciento de las zonas inundables, y el 22,4 por ciento de las ciénagas.

Estos humedales juegan un papel crítico en el ciclo hídrico (reciben y acumulan el exceso de agua de los ríos en las épocas invernales y los alimentan en época de verano), y, por lo tanto, si se continuaran drenando en forma indiscriminada, para transformarlos en tierras agrícolas, la oferta de agua se podría ver gravemente comprometida. Y la desregulación del ciclo del agua, en esta región caracterizada por marcados ciclos estacionales de inundación y sequía, pondría en alto riesgo el suministro de agua potable y la viabilidad misma de las diversas actividades económicas que son, sin duda, tan promisorias.

Las transformaciones sociales que se están dando en la región no son objeto de estas líneas, pero no pueden dejar de mencionarse puesto que parecen estar sembrando nuevas semillas para el conflicto y para el deterioro ambiental. Y es que la febril y desordenada actividad económica que registra la Orinoquia está condenando a muchos de los pequeños y medianos propietarios llaneros al desplazamiento, o a convertirse en peones de los empresarios recién llegados, y está comenzando a erosionar las tradiciones y culturas propias de la región. Esta es una situación que, de no replantearse, podría generar nuevas formas de inequidad social y nuevas violencias, así como detonar los procesos de degradación ambiental que se originan con la pobreza y la desigualdad.

A partir de estas y otras preocupaciones, la Facultad de Administración de la Universidad de los Andes realizó un estudio (en el cual participé con otros seis investigadores), por iniciativa y con el auspicio de la Corporación Autónoma Regional de la Orinoquia, que servirá de base para la realización de un conjunto de debates públicos, convocados conjuntamente por esta entidad y el Foro Nacional Ambiental, y que tendrá como propósito "iniciar un proceso de reflexión y acción que oriente el quehacer de los diversos agentes públicos y privados que, guiados hoy por sus propias visiones, intervienen en la región, de manera que, con el concurso de todos, el proceso acelerado de transformación conduzca hacia la consolidación de formas sostenibles y equitativas de desarrollo regional".