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domingo, 13 de septiembre de 2009

La universidad pública, en peligro

Moisés Wasserman *

El Tiempo, Bogotá

Septiembre 13 de 2009

La Ley 30 de 1992 definió de qué manera se construye el presupuesto de las universidades públicas del país. El legislador de entonces, con una clara intención que se trasluce en las motivaciones y que se confirma en múltiples sentencias de las altas cortes, trató de defender ese presupuesto y determinó que el aporte de la Nación debía ajustarse anualmente usando el IPC como indicador. La interpretación de los gobiernos desde la expedición de la Ley ha sido que el incremento se hace "sólo" con el IPC sin ninguna preocupación por el mantenimiento del valor real de la oferta educativa.

A primera vista pareciera que el IPC y el valor real son la misma cosa, pero no es así. Desde 1993 se han venido dictando leyes y decretos diversos que modifican el costo de la Universidad muy por encima del IPC. Se decidió que la calidad de la educación dependía (según Perogrullo) de la calidad de los profesores, y se expidieron decretos que estimulaban la contratación de docentes con posgrados -especialmente doctorado-, la investigación y la creación artística y cultural. El estímulo es un aumento salarial de acuerdo con productividad, muy por encima del IPC. Se generaron gastos adicionales para las universidades, como aportes patronales a la seguridad social.

Además de eso, los costos de la educación en Colombia y el mundo aumentaron por cambios en el proceso educativo mismo. Los doctorados apenas nacientes en 1993 son hoy importantes y diversos. Nuevas tecnologías han exigido equipos de cómputo, redes y licencias; las bibliotecas han crecido sustancialmente; se construyeron nuevas aulas tecnológicas, laboratorios y talleres. La enseñanza de idiomas se volvió parte de los currículos, así como muchas otras actividades conducentes a una formación ciudadana e integral. La cobertura pública de pregrado se duplicó, la de posgrado se multiplicó varias veces y la investigación creció en forma exponencial.

A pesar de eso, por más de 16 años las universidades mantienen su presupuesto congelado de forma que (para la Universidad Nacional, por ejemplo) en el año 2010 el aporte de la Nación para funcionamiento solo cubrirá gastos de personal y en los próximos años ni siquiera eso.

Los rectores del Sistema Universitario Estatal, a finales del año pasado, le planteamos esta situación al

Señor Presidente. Él reconoció los hechos básicos y manifestó su acuerdo con la necesidad de un aumento de la base presupuestal para compensar el deterioro constante y sugirió que se hiciera en el presupuesto del 2010. Un estudio cuidadoso de los gerentes y vicerrectores financieros de las siete universidades públicas más grandes se presentó sin que fuera objetado. Sin embargo, en el proyecto de presupuesto actualmente en discusión no apareció la esperada compensación.

En múltiples foros, muchos de ellos citados por el propio Ministerio de Educación Nacional, expertos nacionales e internacionales han argumentado sobre la importancia de afianzar a las universidades líderes y fortalecer su capacidad de investigación. Eso no solo contribuye a aumentar el potencial nacional de competitividad en un mundo global, sino que es definitivo para compensar inequidades y mejorar la movilidad social de jóvenes con pocos recursos económicos.

El Ministerio de Educación Nacional viene esgrimiendo, desde hace un tiempo, el argumento de que el hecho de que haya universidades públicas más costosas que otras es una inequidad. Está buscando el ahogado aguas arriba. Por supuesto que hay que mejorar los presupuestos de las universidades débiles, pero no igualando por lo bajo. El problema de equidad no está entre las universidades públicas grandes y las pequeñas. Está en el hecho de que si no se ofrece educación pública de máxima calidad se perpetúa la ausencia de una importante parte de la población en las posiciones de liderazgo social y estas serán detentadas siempre por una minoría privilegiada.

Hace 30 o 40 años la educación básica y media pública, por una política restrictiva, perdió su capacidad de competir por los mejores maestros y la de invertir en infraestructura moderna y adecuada para sus retos; los presupuestos de la nación se ajustaron para garantizar apenas su mantenimiento básico. Hoy se ven los resultados cuando en las listas de mejores colegios prácticamente no aparecen aquellos que eran un orgullo y los malos indicadores constituyen predicciones sombrías para el éxito académico y laboral de buena parte de los estudiantes del sistema público. De perpetuarse la situación que describo, dentro de 30 años alguien estará preguntando qué se hicieron las maravillosas universidades públicas de principios del siglo 21.

* Rector de la Universidad Nacional

domingo, 21 de junio de 2009

¿En qué momento comenzo su deterioro?

Por Moisés Wasserman

El Tiempo, Bogotá

Junio 21 de 2009


En una actitud autoprotectiva, pero no sé si responsable, había decidido no hacer comentarios sobre el INS ni sobre las circunstancias que han conducido al deterioro en que parece encontrarse. Trataba de protegerme del dolor que causa ver en mal estado el lugar donde trabajé como investigador durante más de 20 años: una institución insigne, fundamental para el país y de reconocida trayectoria histórica.


Fui su director entre 1996 y 1998. Era entonces una institución sólida, deliberante y con un buen potencial científico; con una producción importante de vacunas y biológicos estratégicos, y con una amplia y muy respetada presencia en las comunidades científicas y de salud pública en el país y el exterior. En 1997 celebró sus 75 años como uno de los institutos de Salud de mayor complejidad del subcontinente; recibió la Cruz de Boyacá y, como tributo a la sociedad, publicó su historia, llena de éxitos y de ilustres actores.


Rompo con esa promesa de silencio porque he leído en la prensa explicaciones simplistas que me parecen incorrectas y que podrían perpetuar y agravar la situación. Un diagnóstico equivocado podría terminar en que se acuda a los mismos que generaron los problemas y que probablemente recetarán como remedio una dosis adicional del mismo tóxico. Se plantea en esos artículos y editoriales de la prensa que el problema radica en que el INS fue invadido por la politiquería. Es una explicación aceptada por muchos, porque les hace la vida fácil. Nadie resulta en últimas responsable porque la politiquería es un ente abstracto condenable y condenado por todos, empezando por los politiqueros. Yo pienso que la politiquería es apenas un síntoma, no la causa de la enfermedad.


En el INS se planteó un falso dilema, que fue muy mal resuelto (el Instituto Oswaldo Cruz, en Río de Janeiro, muy parecido al INS en algún momento, lo resolvió muy bien y es hoy ejemplo en América Latina). La confrontación se dio entre quienes querían ver al INS como un centro independiente de investigación y generación de conocimiento sobre problemas fundamentales de salud, y quienes querían verlo como una institución al servicio de la salud pública y brazo técnico del Ministerio de Protección Social. En aquel libro de historia, comentaba yo en la introducción que había un divorcio innecesario entre esas dos tendencias, cada una con una gran carencia. La investigación científica le aportaba seriedad, respetabilidad e identidad al Instituto. Todo el mundo lo conocía entonces como un centro de investigación y su importancia se reflejaba en la de los nombres de sus investigadores, en sus proyectos y publicaciones y en su posición en las comunidades científicas nacional e internacional. Sin embargo, en su relación con el Gobierno (y para fines presupuestales) el único argumento que parecía darle legitimidad era su capacidad para actuar en Salud Pública, su posible "utilización" inmediata.


Llamé en ese escrito a trabajar para que se lograra un reconocimiento de la legitimidad de la investigación científica y, por otro lado, que se fortaleciera la identidad que tenía como ente de referencia y control superior en salud pública. Identidad que no podía construirse sin un alto nivel de independencia. Apenas natural que el organismo de referencia y control sea independiente de aquel que genera las políticas que debe evaluar.


Infortunadamente prevaleció en administraciones y ministerios posteriores la teoría muy equivocada de que el Instituto podía ser referencia sin investigación o con una investigación de perfil bajo, apenas operacional. Torpe e ingenuamente se consideró que la calidad de ente de referencia se puede lograr por un acto administrativo y no que deriva de un reconocimiento académico. La calidad de referente autorizado le duró al Instituto el tiempo que tardó en gastar el capital de prestigio acumulado durante los años anteriores. Sus científicos fueron abandonando gradualmente, buscando en otros lugares independencia intelectual, condición sine qua non para que su actividad fuera posible.


Un manejo sensato hubiera entendido que a las políticas de salud les conviene un control y un seguimiento independiente y de alto nivel; que al país le sirve una producción de vacunas estratégicas (se vio claramente en crisis que hubo los últimos años por falta de vacuna de fiebre amarilla en una oportunidad y de sueros antiofídicos en otra, productos que antes se exportaban a países vecinos en sus emergencias) y que es necesario un Instituto del más alto nivel académico, centro de investigación científica en salud.


El problema, en mi opinión, no fue el ingreso de la politiquería. Fue la consolidación de la cultura del atajo y del menor esfuerzo. Una cultura que dice que podemos convertirnos en referencia, en autoridades científicas y técnicas mediante un nombramiento y no por conocimiento, por méritos, y por una labor rigurosa de muy largo aliento.

* Rector de la Universidad Nacional de Colombia