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sábado, 20 de marzo de 2010

El futuro del "made in China"

Adriana La Rotta

El Tiempo, Bogotá

Marzo 20 de 2010


HONG KONG. Hace un año, los empresarios que operan en la zona de la cuenca del río Perla, de donde sale la tercera parte de las exportaciones chinas, estaban tratando de sortear la peor crisis de su historia por falta de órdenes de compra y haciendo lo posible por no agravar unos índices de desempleo que no se veían desde los años ochenta.

Doce meses después, las cosas no podrían ser más distintas. Las exportaciones chinas, que en febrero del 2009 estaban 26 por ciento por debajo de las del 2008, subieron el mes pasado 46 por ciento. La "fábrica del mundo", como se conoce la zona en la provincia china de Guangdong, en donde se hacen los tenis Nike, los iPod, los televisores, los celulares, las Barbies y prácticamente una tercera parte de todo lo que el mundo consume, está parada no por falta de pedidos sino por falta de trabajadores.
Los 1.300 millones de chinos, esa supuesta mano de obra inagotable que le permite a China producir barato y liquidar a sus competidores, deben estar en otra parte porque en la provincia de Guangdong no están.

"En una de las fábricas que producen para nosotros, sólo han vuelto a trabajar 18 de los 80 operarios que corresponden. Y ese es apenas uno de los casos", me contó el fin de semana un empresario del ramo textil.

Cuando el empresario dice "han vuelto a trabajar", se refiere al hecho de que las fábricas en el sur de China funcionan con trabajadores que provienen de todas partes del país y que regresan masivamente a visitar a sus familias para celebrar el Año Nuevo Lunar, que este año cayó a mediados de febrero. Ya casi estamos a finales de marzo y la inmensa mayoría de los operarios migrantes todavía no volvió. Quién sabe si volverá.

Lo que pasa en Guangdong es una tendencia. No es un fenómeno pasajero ni apenas una consecuencia del dinero que el gobierno ha inyectado en la economía en el último año. La mano de obra en China que hace unas décadas no tenía más remedio que someterse a la explotación, ahora es más educada y está encontrando mejores alternativas en otros sectores como la agricultura, la construcción y en industrias que requieren personal calificado.

La industrialización del centro y el oeste del país significa también que los operarios pueden conseguir empleo más cerca de sus familias, en lugar de tener que migrar al sur. El gobierno chino no ha admitido abiertamente que haya escasez de mano de obra, pero el jueves las autoridades de Guangdong decretaron un aumento del 21 por ciento en el salario mínimo, la mayor alza desde 1994.

Eso dice algo, pero ¿exactamente qué? Es posible que al comienzo los productores traten de absorber la subida en sus costos para seguir compitiendo, pero tarde o temprano se lo van a trasladar al consumidor; o sea, a usted y a mí. Creo que debemos prepararnos para entrar en la era en la que 'Made in China' será sinónimo de productos mejores y más caros. Exactamente como sucede ahora con 'Made in Japan'.

Si tal como lo viene exigiendo Estados Unidos, China acepta revaluar su moneda, el encarecimiento será aún mayor.
Algunos empresarios tratarán de producir en otros países de Asia, como Vietnam o Myanmar, pero esa solución no le sirve a todo el mundo, por un tema de calidad y de logística. Tal vez sea una buena oportunidad para América Latina, si algunas multinacionales deciden devolverse a producir a nuestro hemisferio, como ya ha sucedido, por ejemplo, con México.

¿Dejará China de ser la fábrica del mundo? Dejará de ser competitiva en la producción de cosas baratas a costa de exprimir a la gente y pagar sueldos miserables. De ser la potencia en la elaboración de textiles, juguetes y una inmensa variedad de chucherías, el país asiático está pasando a fabricar helicópteros, sofisticados microchips y motores de carro.

Todo indica que dentro de algunos años, eso de 'Made in China' tendrá un significado completamente distinto.

sábado, 20 de febrero de 2010

Y ella hará lo demás

Adriana La Rotta

El Tiempo, Bogotá

Febrero 20 de 2010

HONG KONG. Un amigo me hizo llegar hace unos días el libro 'Nacer mujer en China', de la escritora Xue Xinran, quien antes de emigrar a Inglaterra en 1997 era una conocida presentadora de un programa radial en Nanjing, en el oriente de China.


El programa de Xinran se llamaba Palabras en la brisa nocturna y, sin que ella se lo propusiera, se convirtió en una ventana para que cientos de mujeres chinas abrieran sus corazones y ventilaran sus desdichadas existencias.

En China, la política del hijo único ha convertido el aborto selectivo en una práctica común, y el nacimiento de una niña, especialmente en las zonas más pobres y aisladas del país, es recibido por muchas familias como una calamidad. Nacer mujer en China, como lo explora Xinran en el libro que menciono y que se consigue en Colombia en español, es nacer con desventaja.


Ser mujer es una desventaja no solo en China, sino en muchos otros países en donde la devaluación de la mujer es histórica. Hay 600 millones de niñas en los países en desarrollo y muchas de ellas son objeto de discriminación y violencia, están obligadas a trabajar y, en vez de ir al colegio, tienen que encargarse de las labores domésticas. En el caso de varios países de Asia, las niñas son también forzadas a casarse en la pubertad.

Dos terceras partes de los jóvenes que hoy no reciben educación son mujeres, y el resultado de esa distorsión es que las sociedades están eliminando de la ecuación del cambio a la fuerza más poderosa que hay en el planeta. Exactamente: la fuerza de cambio más poderosa del planeta.

Lo sabe el economista y premio Nobel Muhammad Yunus, inventor del microcrédito, que debe el éxito de su concepto a que la mayoría de las beneficiarias de micropréstamos en el Tercer Mundo son mujeres.

Lo sabe también Greg Mortenson, autor del best seller 'Tres tazas de té' y cabeza de una fundación que les ha dado educación a 60.000 estudiantes, en su mayoría niñas, de Pakistán y Afganistán: "No hay nada que se le asemeje a la cascada de efectos positivos que se desencadena cuando una niña aprende a leer y escribir".


Una niña con siete años de educación se casa en promedio cuatro años más tarde y tiene 2,2 hijos menos que otra que no llegó a ese nivel. Cada año de primaria que completa una niña representa un aumento del 15 por ciento en sus ingresos futuros. Y, como todos sabemos, las mujeres reinvierten casi todo su salario en la familia, mientras que en los hombres esa proporción no llega ni a la mitad.


Es lo que se conoce como el 'Efecto Niña' -no confundirlo con el fenómeno meteorológico de 'La Niña'- y de cuya existencia los investigadores sociales encuentran cada vez más evidencia. Cuando en un país hay un diez por ciento más de niñas que terminan bachillerato, la economía en general crece un tres por ciento adicional.

El 'Efecto Niña' es también una receta para la paz. En el caso de Greg Mortenson y las niñas que educa en Asia Central, la educación que reciben esas mujeres es la mejor vacuna contra la ignorancia, de la que se alimentan los fanáticos religiosos y los extremistas.

Muchos dirán que los problemas de Colombia son más graves y más agudos como para andar pensando en que las niñas tienen que ir al colegio. Están equivocados. Propiciar que más niñas tengan acceso a la educación y apoyarlas para que, a pesar de las presiones externas, no abandonen hasta que se gradúen de bachilleres debe convertirse en una prioridad.


Asegurar la educación de las mujeres fue uno de los temas más discutidos este mes en el Foro Económico de Davos, en Suiza, y es una idea cada vez más difundida en Asia, en donde vive el 60 por ciento de la población mundial.

No es una cuestión de caridad, sino de diseño y aplicación de políticas gubernamentales que conduzcan al desarrollo. Como dicen los promotores de la idea: para cambiar el mundo sólo es necesario invertir en una niña y ella hará lo demás.

sábado, 6 de febrero de 2010

La década del panda

Adriana La Rotta

El Tiempo, Bogotá

Febrero 16 de 2010

HONG KONG. Mañana se cumplen 30 años del establecimiento de relaciones diplomáticas entre Colombia y China. No se preocupen, que no voy a hablar de las visitas de alto nivel o los convenios bilaterales que se mencionan siempre en estas ocasiones. Prefiero imaginarme el futuro y tratar de entender de qué manera puede Colombia beneficiarse del extraordinario crecimiento del país asiático.


China no sólo fabrica y vende todo lo que el resto del mundo consume. Cada vez más, las empresas estatales y privadas están saliendo a invertir y lo hacen por varios motivos: porque necesitan los recursos esenciales para que el país pueda mantener su ritmo de crecimiento, para adquirir tecnología que han desarrollado otros y, aunque parezca increíble, para llevar su producción a países en donde la mano de obra es todavía más barata, como Vietnam o algunos estados africanos.


Entre el año 2000 y el 2008, la inversión directa de China hacia el resto del mundo creció 55 veces. Si el ciudadano común tiene la percepción de que la presencia de China es cada vez más frecuente en su vida, no se equivoca.


En Colombia, para no ir más lejos, los aeropuertos Olaya Herrera y Rionegro son administrados por un consorcio colombo-chino. En la Universidad Javeriana se está construyendo un laboratorio de telecomunicaciones financiado con recursos chinos. Y el proyecto hidroeléctrico Ituango, cuya concesión será anunciada en mayo, podría quedar en manos de China Three Gorges Corporation, una de las empresas de ingeniería que se inscribió para participar en la subasta.


Una cuarta parte de toda la inversión que China hizo en el exterior el año pasado fue en Latinoamérica. Es una cifra importante, más de 13.000 millones de dólares, que seguramente en el futuro será mucho mayor.
Como es obvio, los países que más capital chino han recibido son los que ofrecen petróleo, gas y minerales, por ejemplo Brasil y Perú. Es una historia parecida a la de África, en donde China se ha concentrado en los sectores extractivos. El reto y la oportunidad para la región y para Colombia es lograr inversiones que generen valor, de manera que el capital chino ayude en la transformación productiva del país. La pregunta es cómo hacerlo.


"Hay que aumentar la comprensión básica de lo que pasa en China. Crear una generación de jóvenes estudiantes y hombres de negocios que entiendan la economía, el idioma y la cultura. Que sepan lo que el país asiático necesita y los mercados que está explorando", me dijo Matt Ferchen, experto en la relación China-Latinoamérica de la Universidad Tsinghua de Beijing. No es una solución de corto plazo, pero sus beneficios tampoco son de corta duración.


En Medellín y en Bogotá ya hay Institutos Confucio y según números oficiales, cada año entre 30 y 40 colombianos son becados por el gobierno chino, para estudiar en alguna de sus universidades. Es importante, pero todavía insuficiente, para crear un intercambio de conocimientos que tenga un impacto real. Lo mismo se aplica para las empresas y los emprendedores, aún muy tímidos en buscar las oportunidades que en China, como en casi toda Asia, dependen de que haya una relación y un contacto personal.


Más de 100 empresarios chinos estuvieron en noviembre en Bogotá participando en un encuentro de negocios organizado por los gobiernos de los dos países. Creo que es todo un éxito, porque el problema no es sólo que no conocemos China, sino que los chinos no nos conocen a nosotros.


Cada vez que tengo que explicar que no pertenezco a la Universidad de Columbia y que tampoco trabajo para Columbia Pictures, me doy cuenta de lo mucho que hay que recorrer para entrar en el radar de la que será la próxima potencia mundial. Será un proceso que llevará tiempo, pero lo importante es empezar la cuarta década de la relación con China, con la firme determinación de que sea la década del panda.

sábado, 28 de noviembre de 2009

La cosecha

Adriana La Rotta*

El Tiempo, Bogotá

Noviembre 28 de 2009

HONG KONG. Esta semana, en Camboya, terminaron los alegatos en el juicio contra el hombre conocido como 'Duch', jefe de la prisión S-21, en la que más de 15.000 personas fueron torturadas y enviadas a los 'campos de la muerte' durante el siniestro régimen marxista del Jemer Rojo.

El juicio fue transmitido en vivo por la televisión y, aunque doloroso para los familiares de los dos millones de víctimas de ese proyecto delirante, fue un momento definitivo en la historia de Camboya. Al fin y al cabo, el país tuvo que esperar treinta años antes de ver a uno de los autores del exterminio sentado ante un tribunal.

Uno querría que ese fuera el final de la historia, pero está lejos de serlo. La tragedia sigue y se prolongará por lo menos otros veinte años, que es el tiempo que falta para que las Naciones Unidas y organizaciones no gubernamentales terminen de levantar las cinco millones de minas 'quiebrapatas' que todavía hay enterradas en ese país. Tres veces por día, durante esos veinte años, algún inocente en Camboya dará un paso fatídico que acabará con su vida o lo dejará desfigurado.

La idea de que una guerra que se acabó hace décadas sigue causando víctimas a diario es tan alucinante, que uno no se explica cuál puede ser la justificación para que la guerrilla siga sembrando minas en Colombia. Mucho después de que la guerra se acabe y aun mucho después de que los responsables por los secuestros y los asesinatos se sienten en un tribunal como el que esta semana enfrentó el sanguinario 'Duch', todavía habrá minas intactas en Colombia.

Ellos no lo saben, pero esos guerrilleros que hoy fabrican y siembran 'quiebrapatas' serán perseguidos un día por los fantasmas que hoy atormentan a Aki Ra, un camboyano que conocí hace poco y que se ha gastado los últimos quince años de su vida tratando de exorcizar su pasado.

Un huérfano reclutado para la guerra desde que era niño, Aki Ra peleó en todos los bandos: con el Jemer Rojo, con el ejército vietnamita que invadió Camboya y más tarde con las fuerzas armadas camboyanas que intentaron expulsarlo. Su especialidad era sembrar minas y puso tantas, que ni siquiera puede decir cuántas.

Cuando la ONU entró a Camboya a comienzos de los 90, Aki Ra se dio cuenta de la monstruosidad que había cometido y, sin mucho entrenamiento ni equipo de protección, empezó a limpiar veredas enteras contaminadas con minas. Él dice que ya ha desactivado y levantado 50.000 artefactos y uno le cree, porque los tiene todos exhibidos en un pequeño museo, que abrió en las afueras de Siem Reap, en el norte del país.

Lo más impresionante del museo no es la chatarra asesina que se amontona en todos los cuartos, sino el personal que se encarga del lugar, jóvenes a los que les faltan brazos y piernas y que el ex guerrillero ha acogido como hijos, a los que da educación y ha convertido en un ejército de 'desminadores', que poco a poco van liberando terrenos para que los campesinos puedan volver a cultivar.

Tuvieron que pasar muchos años antes de que Aki Ra se diera cuenta de lo que había hecho y empezara a ayudar a remediarlo. ¿Cuándo será que los sembradores de minas de las Farc y el Eln entenderán la magnitud del crimen que cometen?

Cartagena recibe mañana a expertos en minas antipersonas venidos de más de cien países, que se reúnen para revisar cómo va la adopción del tratado que prohíbe la fabricación y el uso de esas armas.

Es una importante señal de apoyo de la comunidad internacional, que de manera unánime ha condenado a la guerrilla por el legado de horror que les está dejando a las próximas generaciones de colombianos. La misma condena les cabe a los fabricantes de minas -Estados Unidos, Rusia, China e India, entre otros-, que se niegan a firmar el tratado. Ellos, al igual que la guerrilla, seguirán sembrando minas y cosechando odio.

* Periodista

sábado, 17 de octubre de 2009

La sombra del gigante

Adriana La Rotta

El Tiempo, Bogotá

Octubre 17 de 2009


BEIJING. Desde lo alto de la Puerta de la Paz Celestial, el lugar en donde hace 60 años Mao Tse-tung proclamó la fundación de la República Popular China, un inmenso retrato del 'Gran Timonel' vigila todavía a los transeúntes. Al frente de la imagen, en la vastedad interminable de la Plaza Tiananmen, enormes pantallas de televisión retransmiten el desfile militar de hace dos semanas, mientras decenas de policías permanecen atentos a los movimientos de las multitudes que transitan por allí.

Caminando por la plaza, ordenada y relajadamente, hay una muchedumbre de funcionarios públicos, farmaceutas, dentistas, maestros, pequeños empresarios, estudiantes. Es la gran clase media china que, aprovechando un feriado, hace turismo por la capital para ver con sus propios ojos el milagro del que también es protagonista.

Por primera vez, después de seis años, esta semana volví a Beijing, o Pekín, como todavía se le dice en Latinoamérica a la capital china. No esperaba ver a mucha gente vestida con chaqueta estilo Mao ni cargando el libro rojo debajo del brazo, pero la que vi tiene que ser una de las transformaciones más aceleradas y más asombrosas de toda la historia.

En las últimas tres décadas, China ha sacado de la pobreza a más de 200 millones de personas y no debe haber un lugar en donde ese milagro económico se note más que en Beijing: enormes avenidas, lujosos centros comerciales, autopistas, rascacielos, hoteles, cafés (decenas de ellos), un aeropuerto como de los Supersónicos y, claro, los escenarios deportivos construidos para los Olímpicos del año pasado, frente a los cuales todos los estadios del mundo parecen anticuados.

En 798, como se llama el flamante distrito de arte de la ciudad, modernas galerías exhiben cuadros ultravanguardistas para deleite de una masa joven y pudiente. Entre tanto, las calles que alguna vez estuvieron abarrotadas de bicicletas, están ahora abarrotadas de carros, producto de un boom al que la crisis económica le ha hecho apenas una leve cosquilla.

Todo sería muy bonito si no fuera porque, desde lo alto de la Puerta de la Paz Celestial, el retrato de Mao sigue vigilando a los transeúntes de la Plaza Tiananmen y contradiciendo la noción de que para ser moderno y avanzado, para convertirse en un ícono cultural y hasta en un ejemplo digno de ser imitado, un país tiene que ser democrático.

Para alguien como yo, que ha vivido bajo la órbita de ideas como el respeto a los derechos humanos, el sufragio universal y la libertad de expresión, hablar de progreso equivale a hablar de democracia. Caminando por Beijing entendí que en China tal vez eso nunca sea verdad y que es un error creer que el gigante asiático va a camino de convertirse en una nación próspera y moderna al estilo occidental.

Estamos tan orgullosos de nuestros valores -fue por esos valores por lo que le dieron el Nobel de Paz a Obama- que creemos que el despegue chino será insostenible a no ser que el Partido Comunista acepte cambios políticos. ¿Y si estamos equivocados?

Algunos lectores se preguntarán a quién le importa si China es o no una democracia. Yo diría que a todos. En menos de veinte años, la economía china será más grande que la de Estados Unidos, y esa acumulación de poder tendrá consecuencias, no solo en nuestros bolsillos, sino también en nuestro sistema de valores.

Rara vez en la historia la supremacía económica de un país no ha estado acompañada de influencia política y militar. Estados Unidos es un clásico ejemplo de eso. Exportar -o imponer si es el caso- su concepción del mundo es lo que hacen las potencias, y China no será diferente.

Por ahora, el crecimiento del gigante asiático se traduce en que podemos comprar productos baratos y vender nuestros recursos naturales a buen precio. Un día será ideología, además de dinero, lo que estará en juego.

sábado, 3 de octubre de 2009

Copiar a Asia

Adriana La Rotta

El Tiempo, Bogotá

Octubre 3 de 2009

Las diferencias fundamentales entre los asiáticos y el resto del mundo, que ameritan un debate, son el aprendizaje.

Son jóvenes, atractivos y sus caras sonrientes se pasean por todo Hong Kong, estampadas en las carrocerías de los buses urbanos. Sus logros son publicitados a los cuatro vientos y sus agendas no tienen un espacio libre. Sus salarios acumulan varios dígitos. ¿Son actores, cantantes de pop o aspirantes a modelos? ¿Estrellas de realities, políticos exitosos o atletas olímpicos?

Nada de eso. Son profesores privados especializados en matemáticas y biología, lo que en cualquier otra parte del mundo sería poco glamoroso pero en Asia, en donde la educación es una obsesión generalizada, es casi como pertenecer a la farándula.

Volverse rico y famoso enseñando cadenas moleculares o explicando derivadas parece cosa de ficción, pero es perfectamente posible en Hong Kong, en donde los institutos que ofrecen clases particulares se pelean a muerte por contratar los mejores tutores, en un mercado que es cada vez más competido.

La anécdota revela una de las diferencias fundamentales entre los asiáticos y el resto del mundo y que a mi modo de ver amerita un debate: el aprendizaje en el Lejano Oriente no termina cuando suena la campana. Al menos la mitad de los niños y jóvenes en Japón, Taiwán, Corea del Sur, Hong Kong y cada vez más en China continental salen del colegio a seguir estudiando con profesores particulares o en costosos centros de enseñanza.

Es un lujo que las sociedades afluentes se pueden dar, es lo que dirán algunos, pero la realidad es que muchas familias en la región financian las clases extras de sus hijos a costa de grandes sacrificios, porque están convencidas de que el estudio y la práctica son la única garantía de que más adelante podrán triunfar en la despiadada guerra por los empleos. Los que no pueden costear clases particulares, sientan a sus hijos a repasar y a hacer ejercicios todas las tardes y si creen que el colegio no asigna suficiente tarea, ellos lo hacen por su cuenta.

Los asiáticos le dan la razón a Malcolm Gladwell, autor de Fueras de serie (a propósito, uno de los libros más fascinantes que circulan en las librerías por estos días), según el cual la diferencia esencial entre ser bueno haciendo algo y ser excepcional es la cantidad de tiempo que se le dedica.

Eso es lo que explica que, a pesar de ser apenas el 4 por ciento de la población de Estados Unidos, los estudiantes de origen asiático ocupan hasta un cuarto de las plazas en las universidades más exclusivas de ese país: son el 25 por ciento en Columbia, el 24 por ciento en Stanford y el 18 por ciento en Harvard. No son más inteligentes ni más dotados. Simplemente, estudian más.

Algunos lo hacen por iniciativa propia, porque se han imaginado un futuro y trabajan duro para conseguirlo, pero la mayoría estudia obsesivamente, porque eso es lo que sus padres esperan de ellos y cualquier cosa que esté por debajo de ocupar los primeros lugares es considerada un fracaso.

Viviendo en esta parte del mundo me he convencido de que en Occidente el esfuerzo está sobrevalorado. Vivimos repitiéndoles a los niños que lo importante es competir, cuando el mundo avanza hacia un futuro en el que los asiáticos estarán cada vez más presentes y para ellos no se trata de competir, sino de ganar.

La noción de que los chinos o los japoneses son mejores para las matemáticas o las ciencias debido a una cierta superioridad genética no pasa de ser un mito, y en un mundo globalizado y cada vez más escaso de recursos, hay que empezar por entender -y copiar- lo que hacen bien.

Ahora que China está de moda, hay muchos padres que se preguntan si será hora de que sus hijos empiecen a aprender mandarín. Puede que eso les ayude para que les vaya mejor en el futuro, pero no nos digamos mentiras. Si hay algo que Occidente debe aprender de Asia no son precisamente sus idiomas.

HONG KONG.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Un desfile de miedo

Adriana La Rotta

El Tiempo, Bogotá

Septiembre 19 de 2009

Hong Kong. No será la inauguración de un Mundial de Fútbol o la apertura de unos Juegos Olímpicos, pero en todo caso la conmemoración de los 60 años de fundación de la República Popular China que ocurrirá en menos de dos semanas será seguida por televisión por varios millones de pares de ojos dentro y fuera de China, aunque no necesariamente por las razones obvias.

No hay duda de que el espectáculo valdrá la pena. Será una de esas desmesuradas superproducciones que acostumbran a hacer los chinos, en las que decenas de miles de participantes elaboran complicadas coreografías con una perfección cercana a la psicosis. Los detalles de la ceremonia en la emblemática Plaza Tiananmen son casi un secreto de Estado, pero se sabe que tendrá fuegos artificiales, una procesión de luminarias, toneladas de himnos patrióticos y mucha acrobacia.

Todo muy entretenido, pero lo relevante no sólo para los televidentes, sino para el mundo entero, será el impresionante desfile militar con que China marcará la fecha y que permitirá constatar de primera mano en qué va el desarrollo bélico del país que aspira a ser la próxima potencia global.

Los gastos de defensa chinos -al menos los que el país asiático declara oficialmente- siguen siendo irrisorios comparados con los de Estados Unidos, si se tiene en cuenta el tamaño de su población y la extensión de su territorio, pero hay una diferencia fundamental y es que China no es ni aspira a ser una democracia.
La falta de transparencia que caracteriza al régimen de Beijing impera también en lo militar y si es poco lo que se sabe acerca del armamento que está comprando y desarrollando, más nebulosa aún es la noción de por qué lo tiene y cómo piensa usarlo. No se trata de estigmatizar al gigante asiático por envidia de su creciente influencia mundial, pero si el siglo XXI será el siglo de China, es legítimo preguntarse qué clase de mundo tienen los chinos en mente.

En su reporte este año al Congreso norteamericano sobre la capacidad militar china, el Pentágono dijo que las tecnologías y las armas que el país está perfeccionando sirven no sólo para intimidar y atacar a Taiwán, su enemigo natural, sino también para disputar la superioridad de las fuerzas aéreas y navales estadounidenses.

La queja de los norteamericanos es que China está en un acelerado proceso de transformación de su ejército, que de ser una fuerza masiva diseñada para pelear largas guerras dentro de su territorio, se está convirtiendo en una fuerza capaz de ganar conflictos cortos y de alta intensidad con adversarios tecnológicamente sofisticados, precisamente como Estados Unidos.

Uno de los ejemplos más claros de esa estrategia es la velocidad a la que China está construyendo submarinos. Los expertos creen que China ya tiene más submarinos que Rusia y es posible que antes de que termine esta década haya superado también a los norteamericanos. Cuál es el propósito de esa carrera armamentista, es lo que todo el mundo se pregunta.

El argumento de Beijing es que, comparado con el de otras potencias, su gasto militar sigue siendo muy bajo y que su objetivo es desarrollar un ejército que sea proporcional a su fuerza económica y a su estatus internacional.

Es un anhelo legítimo, dirán algunos. ¿Si otros países tienen un ejército sofisticado por qué China, que ya es la tercera economía del planeta, no lo podría tener?

Volviendo al desfile, a comienzos de este mes hubo un ensayo nocturno y el armamento que se vio en ese abrebocas dejó perplejo a más de uno. En total, medio centenar de armas de nueva generación serán mostradas en la conmemoración; entre ellas, misiles de alcance intercontinental.

No soy aficionada al tema castrense ni nunca me dio por jugar a la guerra, pero creo que hay que ver esa parada militar, porque va a estar de miedo