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martes, 9 de marzo de 2010

Izquierda paradójica

Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Marzo 9 de 2010


Hace años, las denominaciones de izquierda y derecha en política pelaron el cobre. Las grotescas maquinarias de opresión que constituyeron el estalinismo y el nazismo del siglo veinte se asemejan en un montón de cosas. Y hoy las sociedades capitalistas están más cerca de cumplir los ideales del humanismo de lo que pudo hacer el infausto experimento bolchevique. Marxismo y capitalismo se fundan en el culto del trabajo y apelan a las ilusiones felices y falaces de la equidad.

Pero en el capitalismo se respiran aún los aires preciosos de una libertad relativa. Chomsky medra a sus anchas en la academia yanqui, mientras los disidentes languidecen en las cárceles del marxismo. Así, cuando un cubano ve un neumático siente esas ganas de largarse del paraíso fidelista. Preso entre los quisquillosos comisarios y los imparciales tiburones.

El capitalismo tiene sus pavores. La lucha a muerte por el espacio, y su hipertrofia, el afán por el éxito y la codicia sin freno espantan. Pero las capillas comunistas son aristocracias disfrazadas con sus propios filtros y sus modos de reconocer los méritos, y se sabe que le va mejor a un profesor de ateísmo que a un católico militante en Cuba, mejor a los áulicos que a los críticos de la inconsistencia semántica del partido único.

El marxismo irradia un halo místico que atrae a muchos hombres de buena voluntad. Eso le permitió al Che remplazar a Jesús en las paredes de los ex seminaristas como uno educados en el Evangelio y crecidos en los años 60 en medio de la efervescencia de los movimientos libertarios de la época crítica. El deseo de justicia, la solidaridad, la magnanimidad que aparentaba permitió consagrarlo como santón de una nueva caridad. Hasta que se revelaron aspectos menos amables de su persona. Como el famoso doctor Kevorkian, Che fue otro médico experto en eutanasias, y equilibró sus virtudes con la inclinación a la tiranía y la crueldad del inquisidor, y el instinto justiciero con el espíritu de Robespierre y el narcisismo patológico.

De cualquier modo, muchos en mi generación del jipismo y los nadaístas lo entronizamos en nuestras covachas de poetas como figura destacada en el olimpo de la izquierda junto al magro poeta Ho Chi Minh, y Mao (y Fidel y su puro), y en su nombre hicimos la vista gorda ante las lacras del socialismo real hasta que fue imposible justificarlas como simples desperfectos de un orden joven. Al fin de la esperanza quedaron perplejidad y desencanto, una larga crónica de crímenes contra el espíritu humano, y la renovación de la fe en el liberalismo burgués: de dos males, el menor.

Los esfuerzos por reconvertir los ideales del comunismo al cartesianismo, a un proyecto razonable aparte de la barbarie bolchevique y su anarquismo atilesco, por construir una izquierda civilista, decente o inteligente, son hoy otra frustración. Como corresponde al sainete perpetuo de las cosas aquí la superstición de la izquierda se sobrevive a sí misma en Colombia, errática siempre, proclive a la fragmentación, sin debate autocrítico, anclada en el odioso conservadurismo de la ortodoxia leninista. Un ejemplo. Anteayer en Telesur, canal del sucesor de Bolívar, un colombiano de cuyo nombre no pienso acordarme se explayó en un extenso reportaje contra el presidente Uribe y su parentela viva y muerta con un rencor que lo demeritaba a él mismo, dejó entrever que anda en gira europea calumniando a su pobre país, hizo eco a las consignas de Chávez como el huésped oportunista, y se declaró militante del Polo con helado fervor, si vale la expresión. Y pensé en la mala suerte de nuestra triste izquierda empeñada en desacertar, si el Polo será a la postre el bilioso tentáculo de la farragosa revolución bolivariana, y si al poner Telesur a disposición de sus publicistas Chávez no hace más mal que bien a la izquierda colombiana, sobre todo al usar de mascarones hombrecitos como ese, torvo, de cuyo nombre digo que no pienso acordarme. Dicen que fue poeta. Quién sabe.

martes, 23 de febrero de 2010

Actualidad de Camus

Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Febrero 23 de 2010

Colombia ha estado parca en la conmemoración del cincuentenario del fallecimiento de Albert Camus en un accidente de carretera a los 47 años. La prensa europea ha sido más pródiga con ese hombre que recibió el Nobel de Literatura a los 44, y fue uno de los protagonistas más agudos y razonables del gran drama del pensamiento en el siglo XX, en la gran diatriba del tiempo desgarrado de la guerra fría entre dos imperios inclementes, las utopías sin corazón, el terror sacralizado de Bakunin y Lenin y demás hijos bastardos de Hegel, y los estertores de unas virtudes en franco desprestigio después del sainete de la muerte de Dios por Nietszche y de la requisitoria de Marx contra los filósofos en cuanto sirvientas de la teología. Marx ignoró que fundaba una nueva iglesia con vocación de panadera al destronar el Absoluto para deificar la masa. Nietszche sería instrumentalizado por pandillas de delirantes.


Corro el riesgo de convertir la literatura, incluida la rama espinosa de los filósofos, en un juego de jerarquías equivocas, pero es imposible mencionar a Camus sin evocar el nombre de Sartre, otro pensador ineludible en la crónica de la posguerra europea, otro testigo de excepción del tiempo crítico del ascenso de los fascismos de izquierda, el experimento de Cuba al cual dedicó su libro Huracán sobre el azúcar, el de las guerrillas latinoamericanas y las agitaciones estudiantiles que hicieron de nuestra juventud una justa de quijotes variopintos y un poderoso debate que no termina, aunque ya parece inútil en una época sin piedad, cuya racionalidad es la codicia, la acumulación del carácter anal, inmune a toda nobleza y que en consecuencia convirtió el planeta en estercolero.


Las circunstancias, la política y la guerra unidas al talante de cada uno, o el destino como le hubiera gustado decir a los dos, hicieron que Sartre y Camus, amigos entrañables por 10 años, terminaran enfrentados. Y la confrontación de las ideas resquebrajó la amistad. Fue célebre la polémica Sartre-Camus que el mundo siguió como un encuentro de púgiles esos años felices aunque intrincados cuando los pensadores disputaban el interés de la opinión a los idolillos de la farándula. Luego el meridiano cultural de la Tierra pasó del París de Picasso y Duchamp al Nueva York de Jaspers Johns y Warhol y cambió la gloria del buen humor por el mero ingenio y el oportunismo de los 15 minutos de fama.


La muerte precoz de Camus dejó a Sartre solo en la palestra como crítico de su época conflictiva. Camus, menos que olvidado, pasó a ocupar un lugar discreto en el olimpo de la cultura occidental mientras Sartre siguió en el centro, o en la extrema, de los más graves acontecimientos políticos del siglo, y cuando la revelación de los terrores de la tiranía estalinista que Camus señaló anticipándose, y la conciencia de Occidente no pudo negar ya la catástrofe humanitaria que representó el comunismo soviético, siguió prestando su concurso a los maoístas franceses, hecho un anciano venerable y patético.


Con los años, los dramas y novelas de Camus aún se leen con placer mientras los de Sartre se ajaron con la probable excepción de La náusea. Y sobre todo el pensamiento de Camus sigue vigente, triunfante sobre su entrañable adversario. Es paradójico que el burgués parisino Sartre creyera que existe un terror revolucionario legítimo y un terror burgués execrable, y que Camus, surgido de una familia argelina pobre, más cerca de la vida que de los dogmas, del sentimiento que de las fantasías de la academia, y de Montaigne que de Voltaire, tuviera la razón al profetizar que la independencia de Argelia exacerbaría los sufrimientos de la colonia francesa, y que el terror revolucionario mostraría para nosotros su rostro metafísico, la perversión de la verdad. En un ensayo dijo sin ambages algo que ya sabemos por amarga experiencia: que quien mata o tortura acepta una sombra en su victoria, y no puede sentirse inocente y, por tanto, debe cargar su culpabilidad sobre su víctima.

martes, 9 de febrero de 2010

Un americano increíble

Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Febrero 9 de 2010

Miranda y Bolívar fueron víctimas de una época más o menos ilustrada e ingenua, caída en la obsesión de destazar imperios para fundar naciones. Y en esa labor desarrollaron personalidades llenas de encanto y de vigor que aún asombran. El Bolívar amante que dictaba tres cartas al tiempo mientras leía un libro y silbaba como un toche, el bailarín y el derrotado rumbo a Santa Marta a cumplir la cita con la muerte, es el protagonista luminoso de una epopeya que también tuvo algo de barrabasada tropical. Y Miranda lo supera en cierto modo intrigando en las cortes europeas mientras toca la flauta, y escribe tomos y tomos de cartas, pensamientos y proyectos.


Los diarios de Humboldt deslumbran por el modo como a partir de un trozo de suelo sitúa cada lugar que pisa en la historia geológica, y despliega observaciones botánicas, sociológicas y de arqueólogo, y señalaron vísperas de la guerra los riesgos de la independencia americana. Miranda en su agitación se le parece por la perspicacia y por las dudas sobre la conveniencia de la magna tarea. En el centro de los más graves acontecimientos de su tiempo, la independencia de Norteamérica, y la revolución francesa que estuvo a punto de convertirlo en otra víctima inocente, Miranda estudia las formas políticas donde quiera que va, las constituciones, los ejércitos, las legislaciones, la arquitectura, hospicios y polvorines. En los tomos dedicados al Precursor por la biblioteca Ayacucho y en sus diarios según la síntesis de la desaparecida editorial Monte Ávila, de grata memoria, sobrecogen su pasión y su talento minucioso. Nada se le escapa.


Hace años, en Venezuela, pude ojear en casa de un amigo pedazos de la suma de la obra de Miranda publicada con el título de Colombeia por el gobierno venezolano. Quise hacerme a una copia. Pero fue inútil. Y estuvo bien que así fuera porque habría entrabado mis desplazamientos: según supe, consta de 23 volúmenes de buena talla. Más tarde escribí a funcionarios gubernamentales, amigos del montón y a los poetas del Techo de la Ballena, que fue el equivalente del nadaísmo en esas tierras, y nadie atendió mi requerimiento. Pero no pierdo la esperanza. Y sigo aguardando el día, estos tiempos de los apartamentos de 50 metros donde el cuerpo, la sombra y el alma apenas caben al tiempo, cuando alguien decida que le estorba su Colombeia y me la envíe de regalo o en guarda.


Yo que debí perder el alma en algún percance olvidado, soy dueño de un cuerpo tan magro que a duras penas inquieta la aguja de la báscula y tengo la sombra en la prendería, cuento con espacio suficiente para albergar su biografía fabulosa. Y me sobra curiosidad por la existencia de ese caraqueño que huyó a lo largo de casi medio siglo de la persecución de España protegido por emperatrices y reyes, para verse entregado al fin por un compatriota. Bolívar condenó a morir en prisión a un hermano que luchó por la libertad desde que fue un mocoso. Y Miranda, después de escapar del terror francés y de la Inquisición, acabó desgraciado por el bochinche latinoamericano. Bochinche fue la expresión que usó la noche desventurada de La Guaira. Y es de suponer que preso, mientras leía el Quijote y el Nuevo Testamento, rumió la idea terrible, reiterada a lo largo de sus reflexiones.


Es decir, que si América resultara incapaz de ordenarse por los parámetros de la democracia de Estados Unidos o el gobierno mixto de Inglaterra, para precipitarse en los vicios deletéreos de la revolución francesa, más le valía prolongar otro siglo la colonia. La idea suena buena para discutir este año de bicentenario. Y prometedora. Pues quizás conduzca a la contrición de corazón por la revuelta sórdida que no termina. Y al propósito de enmienda. Por lo pronto, la historia de Miranda refuerza la rancia sospecha sobre la inutilidad de todas las violencias. Aún las justificadas por el altruismo que tan bien le sirve al Patas tantas veces.


Y si suena a insolencia, mejor que mejor.

martes, 15 de diciembre de 2009

La izquierda exquisita

Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Diciembre 15 de 2009


Mis amigos de la izquierda rosa circulan en Internet una carta contra el secuestro canalla, el narcotráfico, y a favor del objetor de conciencia, tan digna que merece algunas anotaciones. La primera que se me ocurre es que la izquierda gaya, de la cual también formé parte un día, debe examinar ciertas ideas que nos hicieron en el pasado cómplices del arribismo político de los polvoreros, que acceden a los dorados olimpos del poder arrumando cadáveres entre humos de incendios, ahorrándose la paciencia de trabajar como hombres por el honor. Mientras la izquierda exquisita emite vagos manifiestos. Yo también cansé mi brazo suscribiendo esas diatribas retóricas. Pero me hablaron de Micomicoma y volví a casa.

La condena al narcotráfico, pase. Y a la violencia. Pero la carta, como todas las de la izquierda light, soslaya algunas cosas protuberantes. Muchos de mis amigos tienen en su biblioteca un altarcito al Che aunque sea discreto. Y su recuerdo echa a perder la seriedad de la misiva pacifista.

Todos odiamos la guerra. Hoy los mismos carniceros tienen el pudor de proclamar que hacen un gran sacrificio personal asesinando, incapaces de reconocer que el bien que buscan es un pretexto para complacer vanidades hipertrofiadas. La carta trae la exigencia de un tratado de no agresión colombo-venezolano. Pero, poetas, ¿cómo establecer tratados con la locura? Y Chávez está deschavetado. El consejo suramericano de defensa quiso enfriar el ambiente y él no ha cesado de clamar con furia gorda que a Sucre lo mataron balas colombianas y que a Bolívar lo envenenaron los bogotanos.

Uno de los ejes de la carta alude a las bases yanquis, pero calla las armas rusas de Chávez, arsenal para la paz como las llama. Y deberían preguntarse qué tienen los gringos de malo que los rusos no tengan, si en la suma de crímenes imperiales del siglo XX el imperio ruso no amasó una crónica de pavores incomparables, una biblioteca formidable de testimonios que no me canso de leer para curarme en salud.

La carta señala la torpeza de entrabar el comercio binacional. El comercio crea lazos entre la gente que los políticos son incapaces de establecer a veces. Cierto. Pero Pacho Santos en Mercosur le dijo a Chávez lo mismo y el atrabiliario coronel gruñó que él compra donde le da la gana.

La carta trae un gato encerrado, viejo y famélico gato. Demanda soluciones políticas al conflicto del país. El latiguillo vela la aspiración de las Farc al reconocimiento del estado de beligerancia que dilapidaron con su conducta atilesca hace tiempos. Yo creo que una carta menos abstracta debería dirigirse en el futuro al energúmeno de Caracas y a los camaradas del secretariado. Colombia apenas se defiende mientras aquel apela al recurso de la paranoia con el método de Fidel para eternizar la tiranía, y estos se abrigan en Miraflores, retaguardia en capullo para la expansión del proyecto sombrío de convertir Latinoamérica en una Cuba enorme y llevarla de Guatemala a Guatepior. Es decir, si Chávez no se cae antes por la gracia del Dios que invoca en su frenesí junto al ateo Lenin, el mahometano Ahmadineyad y Carlos el Chacal, los héroes de su delirio.

Chávez está tan confundido que es un peligro obvio por más que uno quiera verlo como simple figura cómica. Toda confusión implica riesgos poderosos. En una rueda de prensa citó al guerrero antiguo que selló sus oídos contra el canto de las sirenas, ¡al gran Aquiles! espetó con entusiasmo. Intercambiando al paradigma de los falsarios con un rey de rencores. Ante esto, uno desea que las bases yanquis, humillantes y todo para el patriotismo inevitable, mantengan a raya al erudito. Que para remachar, en discurso reciente criticó la idea estalinista de la revolución en un solo país, lo que yo entiendo como la amenaza teórica del tuerto con la escopeta, y la tácita declaración de unas protervas intenciones. Pero sí, abajo la guerra. Y que viva Micomicoma. ¿Quién tiene la botella?

miércoles, 2 de diciembre de 2009

El heroísmo es la paz

Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Diciembre 1 de 2009


En el siglo XX, cuyos malos recuerdos aún nos intoxican, en medio de los famosos descalabros de las dos guerras mayores, de la ópera sombría del nazismo, de la pantomima fúnebre de las aristocracias bolcheviques, de Hiroshima y Nagasaki, de las matazones de la descolonización y de la trivialidad de las sociedades consumistas que reducen los hombres a pulgones, siguió trabajando el genio de la especie, insistente en el esfuerzo por escapar del animal, del terrible estado de naturaleza.

La exploración de las estrellas, los mapas del universo hasta los confines de las galaxias del penúltimo cielo, las manipulaciones genéticas, la construcción de la aldea planetaria, los materiales nuevos de la tecnoquímica, no son conquistas despreciables del género humano. Y son el único espacio donde aún parece razonable la esperanza en el hipotético reino de la libertad que idearon los filósofos del XIX.

Entre tantos horrores y prodigios, tantas heridas y besos como hemos sido desde que nos desprendimos del horrible tronco del mono para iniciar un camino propio, lo más precioso sin embargo no fueron las conquistas de la nanotecnología que aspira a comprimirlo todo en el espacio de un punto aparte, los telescopios que espían los cometas con sus cabelleras de cianuro, ni los microscopios que realizan la introspección en lo material y desentrañan la importancia de lo más pequeño. Sino la conciencia recién adquirida de otros modos posibles de ser y de dirimir los conflictos. Más allá de los logros técnicos, la mayor contribución del siglo XX al desarrollo de la humanidad debió ser la puesta en práctica de la no violencia como expresión de la voluntad del individuo para conseguir sus fines.

Sobre las intuiciones entremezcladas de los arcaicos libros sagrados del Oriente remoto y las de un profeta judío, David Thoreau, Gandhi y Tolstói (Guerra y paz ejemplifica la eficacia de la fuga como método para vencer a la arrogancia) y Martin Luther King y los niños de las flores del jipismo probaron por primera vez la fuerza de la mansedumbre. Y la revolución húngara de terciopelo y los católicos polacos y Gorbachov desmontaron un sistema fundado en la violencia, el más cruel de los imperios modernos, con un mínimo sacrificio, sin recurrir a la creación de nuevos héroes del exceso.

La idea no era nueva. Moisés había predicado el no matarás en Sinaí; Jesús, la política de la otra mejilla; Pitágoras había prohibido el consumo de las habas porque le parecían riñones, temiendo ocasionar sufrimientos inútiles; los filósofos del tao y el zen habían señalado esos raros estados del espíritu que invierten la lógica del chimpancé y establecen que matar es más fácil que vivir, que es imposible odiar a alguien que conocemos, que toda violencia es reaccionaria, y todas las revoluciones sangrientas inútiles. Pero el siglo XX comprobó la eficacia de esas ideas sencillas de apariencia tonta para la preceptiva de la bestia, y comenzó el desprestigio razonado de los asesinos antiguos y modernos, llámense Aquiles, Robespierre, Napoleón, Bolívar, Sucre, Che Guevara, Escobar, Al Capone o Cano.

Cada día somos más los que compadecemos a aquellos que quieren parecer valientes para encubrir sus debilidades en el papelón de los titanes, apelando a los valores caducos de los artistas del saqueo que cantó Homero, y aguardamos la superación del estado natural, de los impulsos del chimpancé, en una paz humana hecha a base de constancia y grandeza verdadera. Los fuegos de la guerra cuentan cada día con menos admiradores. Gozan cada día mejor de un saludable desprestigio fuera de los círculos diabólicos de quienes se lucran con las carnicerías, enviando muchachos a los mataderos.

El actual paroxismo de las violencias modernas tal vez es el último estertor de los idólatras del terror, las últimas manifestaciones de las viejas guerras de religión, y del alma arcaica de Caín que aún nos habita, aficionada a los espectáculos sangrientos. ¿Completará el siglo XXI el proceso que comenzaron los pacientes pacifistas en el XX? Es una buena pregunta.

martes, 17 de noviembre de 2009

Los simuladores de inteligencia

Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Noviembre 17 de 2009


Si a usted no le dan rabia estas cosas le advierto que es un santo. No se da cuenta del peligro de que le cambien la verdadera vida por puñados de paja. A mí sí me embejucan. Me embejucan los monederos falsos, la apoteosis de los mentirosos que confunden el ruido del éxito con la excelencia y las babas con lo conceptual. Pero en fin, así es el arte hoy, una manipulación maliciosa de los medios para cosechar en la candidez del común, entre los esnobs y los aficionados de medio pelo a las llamadas cosas nobles, llevados y traídos por los oropeles de los relacionistas públicos, e incapaces de un criterio propio. La vida tiene mucho de farsa en su tragedia. Y hay farsa mala y farsa buena. Mejor discernir, si no para salvarse de la bancarrota y de los ridículos de moda, para entender sus aires de farándula baja y su pueril pornografía. En esto convertimos el arte. El arte, es decir, los oficios.

Estos días, en Medellín, esa ciudad pecaminosa en eterna primavera que quise tanto, un señor inauguró una obra, surgida del genio del análisis, de una filosofía del mestizaje, dice su gacetillero. Se trata de una parodia de El pensador de Rodin vestido de Supermán. Estremecedor, ¿cierto? La orgía de las síntesis, el genio de la humanidad plasmado en un Supermán azul en la pose de El pensador de Rodin, ícono gris del primer arte moderno, del comienzo de las deformaciones que nos trajeron a este desgarramiento, a las desconstrucciones generales en la música, la pintura y la literatura. Y el arte y la vida y la política y la ética y la crítica.

El artífice del esperpento había hecho ya, llevado por idéntico impulso genial, arreglos macarrónicos entre el Ratón Miguelito de Disney, ese paradigma del arte del siglo de joder que fue el XX, y la estatuaria agustiniana. Y en la calle 72 en Bogotá puso hace años en el antejardín de una institución financiera unos ciervos de bronce pastando, iguales a los que pastaban en los ceniceros de las casas de mis tías en mi infancia, pero más grandes. Está bien que las instituciones financien el arte, aunque sea ese. Al fin y al cabo, el mundo financiero también está muy cerca del fraude, como todos sabemos y experimentamos en carne viva en la actual crisis hipotecaria y cada que nos inclinamos en el altar del cajero electrónico.

No es que envejezca. La Venus con gavetas de Dalí aún me divierte. Dalí es Dalí, un payaso magnífico que además fue un gran artesano. Y me encantó la masacre de las Meninas por Picasso en un museo en Barcelona, es Picasso. Y los bigotes de Monalisa por Duchamp son consecuentes con una época de ensayos auténticos y de decepciones verdaderas. Pero ya se cumplieron las profecías del romántico Nietzsche sobre el terror que seguiría a la muerte de Dios, la llegada de los destructores puros y la inversión de todos los valores. Hoy para ser rebelde hay que vivir como un clásico y confiar en alguna clase de orden. Lo demás es infatuación, repetir gestos gastados, el suicidio incompleto. Nimiedades que pasan por humorísticas e inteligentes, como el Supermán de Medellín.

Tampoco es que tema la irreverencia después de una juventud de iconoclasta. Además, no me gusta Rodin, excepto su Balzac. Ese arte demasiado masculino, musculado, a caballo entre la sensibilidad del dandy y la albañilería rasa, me deja frío. El pensador tiene más la pose de un deprimido en la espera de un siquiatra que la de uno que piensa. Y creo con Fernando González que parece ocupado en cosas más humildes pero más urgentes, pues se puede vivir sin pensar, pero no sin ir al sanitario. En sus obras compadezco a un siglo de distancia los calambres de sus pobres modelos haciendo fieros esfuerzos por el diario morir. Pero no merecía ser asociado al bodrio de Medellín. Si seremos pendejos. Qué falta de criterio. A este ritmo nos plagarán las ciudades de nadinerías. Y no es justo con nosotros que le sumen la trivialidad a la confusión del estado de cosas.

martes, 20 de octubre de 2009

La ira doctorada

Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Octubre 20 de 2009


Es una nimiedad afirmar que el anarquista mayor, el botafuegos Fernando Vallejo, desmiente una coherencia de años dedicados a zaherir el país cuando acepta de corbata y sonriendo el doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional, una de sus instituciones veneradas. O repetir que la sociedad acaba por absorber a sus adversarios cebándolos con halagos y diplomas. Vallejo sabrá lo que hace al participar en el sainete. Pero es bueno destacar las palabras del Consejo Superior al concederle la distinción. Y la falta, en la diatriba de Vallejo contra todas las cosas, de la vivisección de un sistema educativo que hizo del mito del doctor la caricatura moderna del sabio.

El Consejo justifica la distinción diciendo que lo hace por el valor literario de la obra de Vallejo, que nadie pone en duda. Pero añade que la merece por ser una de las conciencias críticas más importantes del país. La Universidad prolonga así el error de confundir la ira y el abuso de la adjetivación peyorativa con el ejercicio crítico.

En la obra de Vallejo, desde Los días azules, el más manso de sus libros autobiográficos, hay mucha belleza. En sus remembranzas mezcla una inmensa ternura con una rabia sagrada que proporciona una catarsis a sus lectores y sobre todo un cierto placer masoquista. Pero yo acabé por dejar de tomarlo en serio desde que percibí detrás de sus exabruptos la humorada. Una cosa es llamar travestido al Papa, como él hace, y otra hacer el balance de los aportes de la Iglesia en la historia. Una cosa es tratar de entender lo que significa Fidel Castro en Latinoamérica y otra llamarlo tirano y recordarle a la mamá. Una cosa valorar el liderazgo del Presidente y otra hacer énfasis en su estatura y llamarlo bellaco. Cuando considera a Mújica Laínez ejemplar de la prosa en castellano, Vallejo solo evidencia una discutible inclinación al preciosismo. Y cuando descarta al narrador omnisciente borra de un plumazo un montón de novelas estimables, profundas y maravillosas de la literatura occidental que nos han hecho soportable la vida. El hombre es un animal inmundo. Pero también es un mamífero misterioso en su origen y en su incógnito destino. La especie que produjo a 'Jojoy' y a 'Tirofijo' también tiene derecho a enorgullecerse del Chopin que toca Vallejo en las mañanas en su piano.

La historia no se despacha con una bravata. Vallejo, diré una vez más, es una mezcla contemporánea de Vargas Vila y Fernando González. Pero la obra del primero fue una defensa furibunda de las ideas liberales. Y detrás de la desfachatez del de Otraparte se escondía uno que trató de digerir el sufrimiento de vivir para convertirlo en saber. Vallejo es más gratuito. Pura iracundia. Y la indignación no basta para convertirlo en la conciencia crítica de un país. La crítica es un esfuerzo de la inteligencia por establecer equilibrios y paradigmas en el caos de los fenómenos.

Vallejo merece el doctorado por su tarea de escritor, si quieren. Aunque él mismo sabe que es una banalidad el doctorado en un sistema educativo dedicado a producir profesionales como si fueran salchichas rellenas de datos en vez de formar personas y valores. Debe recordar que en nuestros tiempos en Medellín las mamás decían que ser doctor es más fácil que ser un señor. El Consejo Directivo de la Universidad al llamarlo una de las mayores conciencias críticas del país alarga el equívoco del cual se deriva que en sus claustros los muchachos acaben involucrados en el oportunismo de izquierda mientras los diploman, veneren a un sociópata como el Che en su patio y confundan la pedrea con la pugna dialéctica. El secuestro en pandilla de su rector es el resultado de los malentendidos semánticos generadores de oscuridad y desorden que las universidades deberían corregir a fin de enseñar a los educandos a encontrar las palabras justas más allá de los ajos, los carajos, las papas bomba y las consignas de la mamertería. Felicitaciones, doctor Vallejo, de cualquier manera.

martes, 6 de octubre de 2009

Una grande alma

Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Octubre 6 de 2009

En un mundo corrompido por el ruido, la codicia y el orgullo, no extraña que los medios apenas hayan recordado el nacimiento de Mahatma Gandhi, un gran hombre aunque solo medía metro y medio y pesaba 47 kilos escasos y era casto y humilde, que ideó una nueva forma de hacer política sin vilezas, basado en la verdad, la pureza interior, el perdón y la abstinencia de donde sacó el poder para expulsar al imperio inglés de su India natal sin disparar un tiro, pese a que Churchill había dicho que no se dejaría doblegar por un santón vestido con una sábana. Gandhi jugó a la generosidad y al respeto por la vida de sus adversarios y triunfó.

Nacido en Porbandar el 2 de octubre de 1869 allí fue a la escuela. Pero no entendía que sus maestros alentaran las trampas en los exámenes. Y sobre todo, que algunos venidos de familias de vegetarianos rigurosos comieran carne en secreto. Aunque llevado por quienes afirmaban que los indios no podrían liberarse de Inglaterra mientras no comieran carne decidió hacerlo él también. Un día junto al río, oculto como un ladrón, comió por primera vez un trozo de cabra cocida a la inglesa. Y esa noche soñó que llevaba dentro una cabra viva que sangraba.

En la escuela leyó el Ramayana y el Mahabarata. Pero los deberes escolares en todas partes son diseñados para fomentar el odio al estudio, no para estimular el saber, y solo mientras estudiaba leyes en Inglaterra, donde cayó en inmensa desolación dividido entre la obediencia a los padres y el vicio secreto de la carne que seguía ejerciendo y les ocultaba, descubrió la grandeza del Gita, la poesía inglesa, a Shaw (otro vegetariano eminente) y el libro que cambió su vida: el Nuevo Testamento. El Sermón de la Montaña cambió su corazón. Volvió a la dieta vegetariana y se hizo manso.

Mientras ejercía la profesión en Durban escribió series de artículos contra la discriminación racial en África del Sur. Esto hizo que al regresar a su país, tras 17 años, lo recibieran como a un héroe. Pero escandalizó a la opinión pública al pedir el apoyo a Inglaterra mientras durara la guerra de Europa, y luego con una propuesta para la libertad de India de formulación ambigua: la lucha no violenta, que parece un contrasentido, inspirada en la desobediencia civil de Thoreau.

Apeló al bloqueo. Llamó a sus compatriotas a dejar las escuelas del gobierno. Declaró la guerra de la rueca para sabotear los tejidos ingleses. En cada casa india una rueca en movimiento hizo sentir su murmullo en la metrópoli remota. En 1929 organiza la famosa Marcha de la Sal a las minas de Jalalpur contra el monopolio gubernamental y advierte a sus seguidores que ante la intervención de la policía, que esperaba, no debían resistir.

Una de sus armas políticas favoritas con la generosidad fue el ayuno: en 1934, fanáticos del sistema de castas, uno de los rasgos culturales de India que más lo avergonzaba, atentó contra su vida. Y ante la furia de sus seguidores amenazó con la huelga de hambre si osaban tomar represalias. En 1945 volvió a asombrar los hábitos de un mundo vengativo y cruel al pedir una paz sin retaliaciones para los países del Eje. Los líderes occidentales, empeñados en pulverizar Alemania y humillar a Japón, no estaban para oír el llamado de un santo en los huesos.

En 1947, India alcanza por fin la independencia. Pero en enero de 1948, antes del primer aniversario de la liberación, Gandhi es asesinado. A los disparos respondió con una sonrisa. Su magro cuerpo fue cremado. Y sus cenizas arrojadas al Ganges. Nadie sabe si la India independiente fue más feliz que bajo Inglaterra. Pero a su lucha sobrevive el clamor de Gandhi a la santidad de todos los hombres, la santidad que admiramos tanto en otros mientras rehusamos la responsabilidad de ser justos, rectos y buenos. Dios, si existe, debe tenerlo a su derecha. Con la cabra. La cabra que lo acompaña en una de sus fotografías más divulgadas.

martes, 8 de septiembre de 2009

El emperador secreto

Por Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Septiembre 8 de 2009

Por cincuenta años largos a mano descubierta y a mano salva Fidel Castro conspiró como el paranoide que se siente destinado a recrear el mundo según sus fantasías. Igual que Chávez ahora, se sintió siempre perseguido por predadores malignos y sobre todo torpes. Su vida es una crónica inacabable de espionaje y atentados fallidos en los cuales usaron la química y la física, todos los ardides, arsénico en la limonada, titanio en las botas para depilarlo, balas con cianuro y sin cianuro, mujeres y siervos. Que nunca hicieron blanco y le crearon la leyenda del elegido por el genio de la especie para imponer la superstición marxista-leninista en los Andes y el Caribe.

Mientras tanto se hizo viejo, como le pasa a todo el mundo. Y a medida que se le alargaba el perfil y se acercaba al último rostro y enflaquecía y se volvía irreal; cuando parecía que se estaba muriendo y pasaba al museo de las frustraciones de la izquierda latinoamericana, por cosas del realismo fantástico reapareció la semana pasada en televisión fresco como una lechuga. Pero resucitado Castro es más trágico. Y más poderoso. Como son a veces los errores históricos.

Ni en el entusiasmo de los primeros días de la revolución, cuando La Habana fue capital intelectual y moral del mundo y todos teníamos una fotografía suya en casa y nuestras rastrojeras se plagaron de guerrilleros empecinados en seguirle el ejemplo, parecía posible el dominio que Castro ejerce hoy en Latinoamérica a través del delirio cómico del segundo Bolívar. Detrás de la mancha demagógica de moda en Latinoamérica está su influencia fantasmal. Detrás del socialismo del siglo XXI con su argot y sus alharacas apoyadas en las ficciones del pueblo y la patria revolucionaria, y el imperio, el imperio, el imperio, que justifica tan bien los desmanes y parece tan eficaz para disimular las equivocaciones.

Hace años, Castro dejó de confiar en el terror y descalificó a las guerrillas latinoamericanas, que fueron incapaces de tomar el poder mientras él se marchitaba. Pero en el lecho de enfermo, al modo de ciertos santos debilitados, tuvo una iluminación para seguir imponiendo el obsesivo desorden antiburgués. Y se puso a soplar las velas de las constituyentes entre La Paz, Caracas y Honduras, para realizar el místico proyecto de aniquilar los instintos del interés personal y el liberalismo y crear con mano de hierro un hombre nuevo, el de San Pablo y el Che, cuyo ejemplo deplorable es Cuba, hoy en el atraso, la desesperación, la corrupción. Lo de la corrupción no es mío. Fue la queja de Raúl, su hermano, en su último discurso.

A Castro le ha sobrado orgullo y le ha faltado entereza para reconocer su fracaso. Sus enemigos no fueron los yanquis ni los exiliados de Miami, sino su obcecación, el dogmatismo de su carácter. Y la melancolía de la conciencia reprimida se trasluce en los ojos de susto del anciano comandante. Y ahora para ajustar, cuando disfruta de un segundo aire, es obligado en castigo por la ambición, a la vergüenza de asistir al circo de sus caricaturas. En el patético patriarca aún brillan la inteligencia, la cultura, la egoencia, el carisma. Que faltan en Chávez. Y sus títeres de la segunda fila.

Borge el nicaragüense amenazó hace días en Telesur: la derecha no volverá al poder en Nicaragua aunque tengamos que afrontar el desprestigio. Chávez ya cantó el 2049. La revolución es permanente en teoría y expansionista por necesidad. Y Chávez no lo oculta, mientras dobla la cerviz ante la sombra sacerdotal de Castro e invoca a Mao en los países de Mahoma. El bufonesco discípulo, prueba grotesca de la inmortalidad bochornosa de la revolución de Castro, no solo es pintoresco. También es peligroso. Detrás de sus alusiones al imperio aguarda un emperador mulato en ciernes. Oculto en una descontrolada palabrería, donde se mezclan en un coctel tóxico de tendencias explosivas Castro, Jesús, el Che, y Bolívar. El pobre Bolívar que ha servido para tantas perversidades hasta hoy.

martes, 25 de agosto de 2009

La palabra imperio

Por Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Agosto 25 de 2009

La retórica del socialismo del siglo XXI trina, clama y brama contra el imperio, y le achaca los males del mundo. La diatriba es cómica en Chávez por repetitiva, bravuconería de western malo en Correa, y tiene el dejo de la quena en Evo. Fidel Castro confesó hace días en entrevista para la televisión que aspiraba a ser recordado por la Historia como otro David que enfrentó a Goliat. Una abdicación, luego del "la Historia me absolverá, y el Patria o Muerte, venceremos" de su juventud, magro consuelo ante la situación desastrosa de su patria abrumada por su carácter. Con una desventaja para Castro: Goliat vive y Cuba retrocede hacia la premodernidad. En su lógica, Hirohito y Hitler hicieron sacrificios mejores que el suyo en nombre de valores marciales de tiempos homéricos, coraje, dignidad, valor, macerados por la crítica de Nietzsche, y Marx mismo. Y que no se comen. La palabra imperio acabó por ser peyorativa en el discurso de la seudorreligión del marxismo. Reemplaza las huestes del diablo de la vieja teología.


A los veinte años a todos nos pareció justa la quema de banderas yanquis en las plazas y las universidades tercermundistas. Aún no sabíamos que el rencor ayudaba a evadir la responsabilidad con nuestra propia vida con un fatalismo al cual atribuir las dificultades de las neurosis de crecimiento. Los bancos vampiros, oligarquías insaciables, los ejércitos, las burocracias imperiales eran culpables hasta de las melancolías del crepúsculo que suelen ser feroces a esa edad.

El odio al yanqui fue atizado por las capillas de las izquierdas tropicales financiadas por el oro de Moscú y Pekín. E impedía advertir el juego macabro. La quema de banderas yanquis formaba las cortinas de humo que ocultaron las atrocidades de otros imperios remotos, el ruso, el chino, esperando el turno para su dominación. Hay imperios más sombríos que otros. Y el soviético fue el más amargo del siglo XX.

Hoy es obvio que USA, por esas paradojas de la Historia, a pesar de sus desmanes en el exterior y las miserias internas (nunca existió un imperio de la piedad), se acercó más que sus adversarios chinos y bolcheviques al humanismo marxiano. El respeto del individuo, la libertad de expresar los sentimientos, la igualdad de oportunidades, el derecho a equivocarse. En sus abigarradas ciudades es posible encontrar en una sola esquina un algonquino tocando un violín para un africano que danza y conviven Bush y Noam Chomsky. Su poderío desanimó un siglo las conjuras del colectivismo ruso y de Hitler y los clérigos del islam contra los ideales de Occidente. USA es una nación fabulosa incluso por sus defectos. Chávez produce más desconfianza que Obama. Al fin, es un pimpollo de emperador, un paranoico que se percibe heredero del incanato de Miranda. Se comprende que nuestros timoratos activistas de izquierda, cuando los coge el miedo por los desórdenes que fomentan, huyan a San Francisco o Barcelona, no a La Habana o Caracas. Al menos allá hay bibliotecas sin espulgar. Y pueden despotricar contra el poder a sus anchas.

Los imperios son expresiones exuberantes de humanidad. A pesar de sus crueldades con los años adquieren una grandeza que admira. Son organizaciones biológicas surgidas en unas condiciones en la vastedad de un suelo, de unos movimientos migratorios, armazones comerciales y filosóficas que nacen, crecen, se marchitan, y todos se parecen en que perecen. Marx alabó la misión de Inglaterra en India, sus ferrocarriles, el establecimiento de formas económicas nuevas. Roma, sus ingenieros y milicias; el Sacro Imperio, sus papas y banqueros; España, sus quijotes y sus curas; los árabes, sus sectas asesinas, sus alquimistas, aglutinaron y propagaron ideas, lenguas, ciencias, técnicas, realizaron síntesis poderosas y trágicas.

A veces es preciso elegir entre dos males el menor. Y situarse a la izquierda de la derecha y a la derecha de la izquierda. Como definió alguien la postura de Camus en tiempos del general De Gaulle.

martes, 11 de agosto de 2009

La historia de Bogotá de Villegas

Por Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Agosto 11 de 2009

En Bogotá, el pasado y el futuro asoman el rostro en cualquier parte el mismo día. La miseria de Calcuta y la opulencia del imperio financiero moderno comparten los andenes. Una vez vi en el centro un burro desocupando una caneca de basura junto a un Rolls Royce, tal vez el único en la ciudad (el Rolls Royce, porque los burros abundan a cualquier hora y aparecen de pronto desde el virreinato, seguidos por una dama de mantón y corrosca).

Bogotá, como el Fénix, resucitó varias veces de sus cenizas y sus polvos desde el primer incendio atribuido al cacique Sagita; desde los alborotos de la Patria Boba que nunca termina, tiempos de Nariño; de la fundación de la República, fueron tiempos de Mosquera, que jamás acaban de fundar. Bogotá tiene una historia difícil de fijar. Un caballero alemán que vendía sombreros de Hamburgo incendió su almacén para cubrir un desfalco y arrasó de paso el archivo colonial. De cuando en cuando, un alcalde la pone patas arriba, destroza las hermosas avenidas del pasado diseñadas por arquitectos alemanes, y otro descontento con el resultado las rehace y la atiborra con estos buses-gusano rojos, cuyas pistas nunca casan del todo.

Bogotá ha cambiado de aspecto muchas veces. Y de nombre. Bacatá, Santa Fe, Bogotá. Santa Fe otra vez. Recuerdo cuando el trolley cruzaba suspirando mientras los poderosos percherones que transportaban la cerveza a las tiendas de Teusaquillo siesteaban bajo el hollín de los fogones de leña. Fue después del 9 de abril, cuando las turbas de los suburbios en el llamado 'bogotazo' de 1948 la asolaron en medio de una grotesca orgía. Entonces, Bogotá fue reconstruida por un renombrado especulador en tierras, un tal Mazuera cuya M campeaba en todas partes de modo que un chistoso propuso cambiarle el nombre por Mogotá.

Después de cada estrago, la ciudad halla el modo de reconstruir su historia a partir de los rescoldos. Y los polvos. Curas bienintencionados, cronistas puntillosos y simples aficionados a los chismes se encargan de rehacer la memoria de la ciudad benemérita y mezquina que conjuga los peores rasgos y las mejores virtudes del alma nacional, para usar una expresión consoladora.

Villegas Editores publicó la última historia de Bogotá desde el arribo a caballo (un burro asistió a la primera misa), llenos de niguas y llagas, de los obstinados hombres del fundador Jiménez, hasta las administraciones de Garzón y Moreno. El libro, con la excelencia editorial propia de los trabajos de la casa, cubre en tres tomos la conquista y la colonia, el siglo XIX y el siglo XX. Y está adornado con profusas reproducciones de los programas de sus fiestas, los periódicos de antaño, colecciones de mapas que marcan las etapas de su desarrollo, y los retratos de los personajes típicos y las atípicas personalidades, sus doctores y sus idiotas.

Los textos escritos por expertos completan las crónicas de los memorialistas clásicos de la ciudad, como Cordovez e Ibáñez, con una visión más científica y ordenada, que convierten la obra en un regalo que los lectores deberían hacerse en el cumpleaños de la ciudad este agosto. Para que aprendan a querer, comprender y compadecer esta ciudad que nadie sabe al fin dónde fue fundada, ni la fecha, que cambia de cara y de nombre sin cesar, y que los azares de la política convirtieron en capital de Colombia, es decir, en centro de las intrigas del poder, en sede de las apolilladas academias con sus apolillados miembros de número, y que los embelecos de mil alcaldes mal contados fueron incapaces de acabar ni de darle término, y adonde todos los ilusionados de las provincias colombianas vienen a instalarse en busca de vida, como el primer español que llegó a fundarla sobre una aldea de antropófagos que adoraban la luna y la rana, y que, para ajustar, está condenada a desaparecer en un gran terremoto, el 31 de agosto de un año indeterminado, según la profecía de un cura del barrio de Las Nieves.

martes, 28 de julio de 2009

El problema de la patria

Por Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Julio 28 de 2009

La conmemoración del veinte de julio con globos y cabalgata por Pisba y Paya puso de moda la palabra independencia, y empató con el anuncio de las bases yanquis en Colombia, que a su vez puso en circulación otra voz huera: soberanía. Soberanía e independencia denominan aquí conservadurismo recalcitrante, un cándido catálogo de singularidades (Juanes, aguardiente, un mono, una esmeralda) y el gusto por los anacronismos. Como la insistencia en pleno siglo XXI en los delirios de la secta de Lenin, el judío que les hizo a los rusos su revolución francesa y por un sinfín de artimañas, traiciones y violencias que superaron las crueldades de la Francia de la guillotina los arrastró a la atrocidad de una Esparta casi moderna con bombas atómicas, campos de concentración y una escolástica. La cartilla apolillada aún intoxica estos trópicos. Chávez y 'Jojoy' emulan en hacer la caricatura de Ulianov y Bolívar al tiempo. Todo nos llega tarde, dijo un poeta. Y tarda en irse.

Las naciones son cada día más un sentimiento vacío en un mundo globalizado por el terrorismo, la gripa de los cerdos y las aves, el comercio, los ritmos, las comidas, la web y las amenazas compartidas: la escasez de agua, la fractura del cielo, el deterioro espiritual y planetario. Los muchachos japoneses enloquecen con el rock, los neoyorquinos con el sushi y todos aspiran a poseer un automóvil como un tiempo se aspiraba al conocimiento o la virtud y tienen su eucaristía bajo las especies de la avinada Coca-Cola helada y la hamburguesa a modo de humeante hostia. Las queridas naciones poco a poco paran en desiertos. El espanto de la esterilidad no perdona una en la interconectada aldea jadeante al borde del agotamiento.

El embeleco de la nación empobreció el mundo. Solo cambió el imperio de los sacerdotes por los demagogos. Las naciones modernas cumplen la función de los abalorios de los nuevos evangelizadores en todas partes. Archivada la cruz como invitación al sacrificio ocuparon su lugar las banderas con la sombría recomendación: patria o muerte. Un día la humanidad verá esos trapos y esos tropos con la condescendencia con que trata de entender a los amontonadores de piedras del principio.

La patria, si tengo que llamar así estos terrones, es un atavismo penoso. Un nudo de autocomplacencias y mentiras piadosas. Yo me esfuerzo en ser menos colombiano cada día detrás de un incierto perfeccionamiento espiritual. Hice esfuerzos por amarla.

Recorrí ríos, caños, pueblos de pobres, me mezclé con Bretaña en sus cocteles. Y al fin descubrí que es una nostalgia del edén, o un espejismo de la esperanza, que enorgullecerse de un lugar porque allí nos alumbraron es una fatuidad. Nietzsche proclamó la aristocracia del espíritu que superara las fronteras. A mí la suerte me deparó un puñado de amigos variopintos, africanos, hebreos, argentinos, peruanos, alemanes y gringos más entrañables a veces que mis compatriotas tan arduos de tragar en ocasiones que debo aplicarme una dosis de Li Po de pasante, y una cantata de Bach para curar la amargura.

La manipulación de la figura de Bolívar y la independencia y la soberanía tapa ignorancias interesadas. Bolívar fue el brazo armado de los manufactureros de Inglaterra hartos de costear corsarios contra las puertas de la América cerrada. La importancia de los ingleses se obvia en las efemérides de Boyacá, Carabobo, Ayacucho, como si apenara. Al menos diez mil ingleses, irlandeses y escoceses (y austriacos y polacos curtidos en las batallas nacionalistas de Europa) adiestraron a Bolívar en los movimientos de la guerra moderna. Y mal que les pese a la colombianidad y la grancolombianidad prefería la compañía de sus oficiales ultramarinos, entre quienes escogía sus edecanes, secretarios y confidentes. Y hasta sus mejores enemigos.


Hijos de las estrellas, hermanos en la efímera luz, en el océano de neutrinos, el hombre es más que un plantígrado con constitución entre unas piedras determinadas, qué diablos.

martes, 16 de junio de 2009

Enemigos y semejantes

Por Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Junio 16 de 2009


La vida de todo el mundo guarda su abracadabra, pero hay hombres con unas vidas más intrincadas y paradójicas que otros. Mancuso, el paramilitar, comparte a estas horas una celda en los Estados Unidos con un guerrillero de las Farc. Me gustaría saber de qué hablarán esos dos hombres, porque de algo han de hablar, ya que no tienen más remedio, reducidos a tan breve lugar, condenados a mirarse y a comprenderse, en la misma celda calvinista merecida por desmanes idénticos. Si estuvieran a cielo abierto en una trocha de garrapatas del departamento de Córdoba (Colombia), desenfundarían sus pistolas de machos, habría una balacera, insultos, ademanes heroicos, dinamita. Pero el espacio hoy es demasiado exiguo para permitirse perder la cordura y se resignan a sobrevivir en santa concordia.

En una cárcel católica en Colombia las cosas serían distintas. Las cárceles del catolicismo suelen reproducir el infierno católico, mugre, ruido y desorden. Las de los calvinistas, más asépticas, se parecen al limbo, están mejor regimentadas, la dieta, el teléfono, las horas del silencio reparador. El vacío del ocio hace más implacable la venganza del orden.

Esos hombres reconciliados en la igualdad de las cadenas ahora se escuchan respirar en catres próximos mirando la misma bombilla. Imagino que a veces se hablan. Si no añoran la paz, que es el único heroísmo, es seguro que maldicen la guerra que los enloqueció hasta ese punto. Quizás recuerdan las correrías nocturnas quemando aldeas, buscándose el corazón a mansalva, llevando el caos consigo, el crujido desapacible del cerrojo de un arma en sus pesadillas espejeantes, y descubren mientras charlan que la bala disparada es banal porque no puede volver atrás, pero que el momento de montar el cerrojo tuvo la belleza terrible de la encrucijada. Esos dos hombres semejantes en todo sienten pasar el tiempo sobre ellos, esperan visitas semejantes e inútiles a los jueces siempre arbitrarios, reconstruyen charlas con abogados sibilinos, hilan las memorias de la carnicería centenaria que los atrapó, ganadores de la misma lotería del Mal con números invertidos. Suscitan al tiempo asco, compasión y rabia.

La soberbia de la justicia establece diferencias demasiado tajantes entre los hombres. Las sociedades que levantan las cárceles y el habitante al que están destinadas forman parte de la misma exasperación, del mismo malentendido. Es inevitable pensar, sin embargo, que después de siglos de batallar, de mil y una guerras y guerritas cada una más sórdida que la anterior desde la prehistoria, aquí en Colombia ya nadie tiene derecho a declararse inocente, ni a señalar culpables, que en la rueda de las reencarnaciones cada colombiano ha tenido tiempo de sobra para calzar la máscara del asesino una vez, y otra la de la llorosa víctima. Mancuso y su compañero de prisión y 'Tirofijo' y Carlos Castaño son el mismo hombrecito aterrado, entrampado en el juego de las combinaciones de Caín para justificar la atávica burrada. La codicia, el oropel de la gloria que es otra codicia, el rencor que es la ponzoña del amor propio.

Estos días miraba por televisión a 'Karina', la guerrillera. Recordaba las monstruosidades de su pasado como si fuera una película mala. Defendía con vehemencia su papel de gestora de paz. Y pensé por qué Mancuso no tendría el mismo derecho, Mancuso por ejemplo, o usted o yo. Y me dije que para conseguir la paz necesitamos el valor de tragar un montón de sapos pasados con buches de vitriolo. Los sapos del perdón, y el vitriolo que disuelva por fin en nosotros la agria certeza de que somos más agraciados que los otros. Y estamos más limpios. Hice la experiencia de dedicar una oración por las personas que me hirieron.

Y funciona. No sé si las salvé de sí mismas. Pero dejé descansar el resquemor. Y puse a buen resguardo de las torpezas de la Historia, por un instante, una pequeña porción del mundo. Y algo es algo.

martes, 2 de junio de 2009

Paños menores

Por Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Junio 2 de 2009

 

Uno de sus biógrafos recuerda. T. E. Shaw, conocido como Lawrence de Arabia, se balancea sobre un camello, vestido de rey del desierto, embebido en la lectura de Aristófanes. Los beduinos se burlan de su opulencia, pero gastan la paga en emular a su jerife inglés. Y los oficiales occidentales, cómplices de una de las más monstruosas traiciones políticas del siglo, aguantan mal en sus clubes al poeta y terrorista de Su Majestad vestido de jeque rico. Lawrence conjunta en su figura el escándalo y el cuidado del traje que distinguen al animal llamado el dandi.


La envidia condenó la elegancia a la esfera de la vanidad. Pero la elegancia cumple una función social agraciando y haciendo más complejas, interesantes y simbólicas las relaciones entre las personas. Son preferibles los perfumes al hedor de los lobos. Y el contacto de la seda al cuero crudo. La elegancia le concede interés a la vida, la dramatiza. Rico, puede uno hacerse. Elegante, se nace. Dijo Balzac.


La inclinación al dandismo suele ser precoz. Aunque hay dandis tardíos, como el mismo Balzac. O Rasputín, que llegó a la corte rusa vestido de monje mendicante, oliendo a chivo, antes de aprender de capas y lujos. Hay una elegancia de la santidad. E incluso de la falsa santidad. El dandismo tiene mucho de liturgia satánica.


En el gremio de los poetas nunca faltó la dejadez rampante. Pero abundan los acicalados, proclives además a los aliños estilísticos que algunos desdeñan con el reproche de que ahogan las ideas. 


Sin embargo, a veces las valorizan. Cuando a la elegancia se une la inteligencia, dobla el gusto. Son pocos los elegantes de genio. Pero son. Oscar Wilde fue uno.


Borges, un dandi a su modo aunque se meara los zapatos, según recordó Bioy, llama a Wilde un dandi que también era poeta. Y dijo que había dedicado su vida al pobre propósito de asombrar con corbatas y metáforas. José Martí asistió en Nueva York a una conferencia del reputado dandi irlandés, y mártir del culto de los jóvenes. Dejó su testimonio: el cabello le cuelga cual el de los caballeros de Elizabeth de Inglaterra sobre el cuello y los hombros; el abundoso cabello, partido por esmerada raya. Llevaba frac negro, chaleco blanco de seda, calzón corto y holgado, medias largas de seda negra y zapatos de hebilla. Wilde había dicho: puse mi genio en mi vida, y solo mi talento en mis obras. Flaubert pensó que el ingenio oculta muchas veces la indigencia intelectual.


Baudelaire vincula catolicismo y dandismo. El calvinismo pide seriedad en el trato y la figura, hombres escuetos, ajenos al delirio místico. Pero el dandi, sol del ocaso, no conoce un estado distinto del arrobo, aspira a ser sublime sin interrupción y a la insensibilidad al tiempo e implica, dice, una quintaesencia del carácter, una inteligencia sutil de todo el mecanismo moral del mundo.


El lector se preguntará qué hago pensando en dandis mientras todos los columnistas, los histéricos, los obtusos, y los otros, hablan de teléfonos chuzados, de la reelección, o de las encrucijadas del alma del Presidente. Es que quiero señalar la edición en Planeta del libro del nadaísta Jotamario, Paños menores, ganador del Premio Chino Valera Mora de Venezuela. La buena poesía es higiénica. Y contribuye a oxigenar el ambiente de las bajas pasiones nacionales, con humor y ternura, que son el sello de la de Jotamario.

Este hijo de un sastre de Rionegro (Antioquia), dado él mismo a las vanaglorias del dandismo, en el prólogo a Paños menores, Puntadas sin dedal, se jacta de haber vestido de paño un tiempo cuando los muchachos iban de burdo dril, aunque sus hebras fueran cosidas con los retazos de los clientes del taller paterno. Y dice que el éxito modesto de su papá consistió en convertir hombres invisibles en dechados de perfección física, pero que aunque fuera capaz de hacer hombres elegantes no podía convertirlos en caballeros si ya no lo eran.


La mona, aunque se vista de seda...