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viernes, 5 de marzo de 2010

Siete millones indefensos

Diana Sofía Giraldo

El Nuevo Siglo, Bogotá

Marzo 5 de 2010


¿Se justifica un paro de transporte como el de estos días en Bogotá? No entremos a calificar las razones que lo motivaron. Comencemos por suponer que son válidas y que la reglamentación del nuevo sistema lesiona algunos derechos. La pregunta sigue siendo válida ¿estos paros son la manera adecuada de defenderlos?


Nadie discute lo que podríamos llamar el derecho a defender los derechos. Pero ¿es ésta la forma? ¿Existe el derecho de violar los derechos de los demás con el pretexto de defender los propios?
Porque eso es lo que estamos viendo o, mejor, padeciendo. Por importantes que sean los derechos de unas personas que ejercen actividades lícitas y cuyo trabajo está expresamente protegido por la Constitución y la Ley, más importantes son los derechos de 7 millones de ciudadanos indefensos, que resultan seriamente perjudicados por una forma equivocada de defender lo que los huelguistas consideran propio.


Los derechos de cada individuo llegan hasta donde se encuentran con los derechos de los demás. Por eso el bien común de una sociedad prevalece sobre el interés particular. Y no hablamos aquí de los intereses ilegítimos. No. Prevalece sobre el interés legítimo de un individuo y, por eso, tiene que armonizarse el bien general de la comunidad con los bienes particulares de cada uno de los individuos que la componen. Lo contrario es la ley de la selva en donde cada cual defiende a garrotazos lo suyo, sin importar lo que piensen, sientan, sufran o pierdan los otros.


En la defensa de los derechos hay que considerar no sólo si éstos realmente existen, cuál es su contenido y hasta dónde llegan, sino la manera como se protegen y los medios de defenderlos cuando el titular los considera amenazados. Una manera errada de salvaguardarlos que cause daño a los demás ni tiene razón de ser ni le hace ningún bien a la sociedad y, en definitiva, ni siquiera beneficia a los que se supone están amparando algo propio y legítimo.


Estas son las consideraciones mínimas de la convivencia social.


Y en el paro es evidente su violación abierta y el abuso en el ejercicio del derecho. Porque no basta que éste exista. Su titular lo debe ejercer con sensatez y respeto por la sociedad y por sus conciudadanos, lo contrario es un abuso que ni la comunidad ni los demás individuos pueden admitir. El abuso del derecho es otra forma de arbitrariedad.


Cuando se viven las angustias de los habitantes de Bogotá en estos días y se miden los enormes perjuicios individuales y colectivos que soportan, es inevitable preguntarse qué sistema o que ideología o qué interés político pueden justificar el tormento de 7 millones de habitantes causado por un paro de esta naturaleza.


Si los transportadores tienen problemas o creen que los pueden tener ¿no existe un medio civilizado de solucionarlos sin pisotear los derechos de los demás? ¿Por legítima que sea su actividad, los autoriza a desconocer los igualmente legítimos derechos de los 7 millones de habitantes de una ciudad? ¿O esos millones de ciudadanos no tienen derecho alguno?

viernes, 2 de octubre de 2009

Pena ajena

Diana Sofía Giraldo

El Nuevo Siglo, Bogotá

Octubre 2 de 2009


¿Qué es lo que indigna en torno de los dineros otorgados por el Ministerio de Agricultura, mediante el Programa Agro Ingreso Seguro, a grandes empresas familiares donde tíos, hermanos, primos, madres, novias, se beneficiaron de unos dineros de los contribuyentes que no son reembolsables, ni pagan impuestos? No se equivoquen. No es un problema de legalidad, es un problema de pérdida de confianza.


No se trata de no poder otorgarles incentivos a los ricos, ni siquiera de requisitos técnicos y legales en la entrega de los documentos para hacerse acreedor a unos subsidios para el campo, ni mucho menos de perseguir “a unas personas de bien que no le deben nada a la justicia”, como afirmó el ministro de Agricultura, Andrés Fernández. Ese tipo de explicaciones, precisamente, son las que producen pena ajena.

Señor Ministro: en Colombia son millones y millones “las personas de bien que no le deben nada a la justicia” y que, además, cultivan el campo en condiciones de miseria. Esa misma población que ha entregado su confianza a un Presidente que se reúne con ellos en los Consejos Comunales, que les habla en su mismo lenguaje, que como un padre austero los motiva a “trabajar, trabajar y trabajar”, aunque no haya dinero para subsidiarles las cosechas. Ese mismo que es implacable a la hora de llamar a las cosas y a las personas por su nombre: “terrorista, bandido, corrupto…” el que les genera identidad y empatía porque no esconde nada, es directo y conoce las penurias del campo como ellos., y los defiende.


Lo que está en juego, pone en tela de juicio el tejido del que están hechas las mayorías que acompañan al presidente Uribe: es la confianza.


No tiene presentación que se regalen dineros del Estado a manos llenas a quiénes, precisamente, están en posibilidad de tomarlos prestados en buenas condiciones, bajos intereses y plazos amplios. Los hoy beneficiados con estos regalos están en capacidad de invertir esos recursos, obtener buenos rendimientos de su inversión y devolverlos, mientras los campesinos de a pie luchan por un préstamo en el banco para sacar la cosecha, tienen que pagar cumplidamente los intereses, cancelar el capital completo, y permanecer en situaciones de pobreza. ¿No resquebraja este mensaje de inequidad la confianza del pueblo en su gobernante?


Queda en manos de las autoridades de control examinar los criterios con los que se otorgaron estos beneficios a cadenas familiares poderosas, a reinas de belleza y a parientes de funcionarios del Gobierno. Y seguramente, a la luz de la legalidad todo está bien. Pero no todo lo legal es compatible con la ética pública.

Subestimar este episodio, siguiendo la táctica de dar a conocer listados de personas de bien donde se mezclan préstamos con regalos, confunde, pero no restaura la pérdida de confianza. Sólo un reconocimiento franco y público de una gran equivocación evitará que miles de colombianos sigamos sintiendo pena ajena por las justificaciones de lo injustificable.


El ejemplo real lo dio Valerie Domínguez al renunciar al subsidio. Su rectificación inspira respeto.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Todo cambió

Por Diana Sofía Giraldo

El Nuevo Siglo, Bogotá

Septiembre 18 de 2009

LA manera de hacer política en Colombia cambió radicalmente con la era Álvaro Uribe. Hay un antes y habrá un después de. Un muy calificado estadista lo decía hace algún tiempo, refiriéndose a un personaje público. “El país que se va a encontrar Noemí Sanín a su retorno, no se parece en nada al que dejó”.

Sin entrar a calificar los individuos, la forma tradicional que pasaba por la diplomacia, la preservación de lo privado, la separación con pinzas de la información apta para las masas y la que requería manejo estrictamente confidencial, quedaron atrás. La comunicación del Presidente es directa, sin matices, en lenguaje sencillo y cargado de la emoción que lo acompaña en el momento de comunicar. Él es fácil de leer por lo que dice, por lo que hace, por la forma como lo dice y hasta por sus silencios. Cuando no verbaliza, su rostro habla por sí mismo. Es decir, tenemos un gobernante que se conecta directamente con la parte que nos unifica como seres humanos: las emociones.

Se conjugan en él la inteligencia, una extraordinaria capacidad de comunicación, dominio de los medios audiovisuales, incansable copamiento de los espacios de información en un estilo único que lleva a sus televidentes a identificarse con sus regaños, con sus afectos o a rodearlo cuando expresa abiertamente que se siente calumniado o perseguido. Ese estilo trasladado a las relaciones internacionales explica el porqué nadie quiso perderse el encuentro de los presidentes latinoamericanos en Unasur. Lo viven como una estrella de telenovela. Comparten sus tristezas, se emocionan con sus éxitos y están dispuestos a enfrentar a sus detractores, a quienes no les toleran una salida emocional.

Los círculos tradicionales de poder mediático perdieron influencia en Colombia. Cuando Álvaro Uribe apareció en la escena pública con un 5% en las encuestas y poco acceso a los grandes, nadie sospechó que estaba armando su propia red de medios en nivel nacional. Con paciencia y terquedad únicas empoderó a cada periodista de pueblo, ciudad o caserío que encontró en sus giras por Colombia, y fue sumando 1% más 1% hasta construir nuevas mayorías. Ya no tenía que acudir con la cabeza gacha a pedir un espacio a los grandes conglomerado porque los había “baypasiado”, ahora ellos tenían que buscar la forma de acercarse a él.

Desde el inicio de sus gobiernos marcó distancia con los ex presidentes. Les quitó ese fuero tácito que los protegía, puso el espejo retrovisor, señaló responsabilidades históricas, desconoció sus consejos o simplemente no se los solicitó. Los bajó de sus pedestales y empezó a darles trato de ciudadanos comunes y corrientes. Sin poder, ni influencia. Todos trataron de acercarse de diversas maneras. Apoyándolo en los momentos de crisis internacionales, rodeándolo frente a los grandes éxitos en su política de seguridad democrática y manteniendo su independencia frente a las diferencias, pero, ni de cerca, ni de lejos. El poder de los ex presidentes en Colombia se debilitó.

Aprovechó el profundo conocimiento de la clase política tradicional, con sus debilidades y fortalezas, y como el abrazo del oso asimiló a sus detractores de todas las épocas hasta casi desaparecerlos, sin dejarles posibilidad de retorno a la oposición.

Indudablemente todo cambió.

viernes, 28 de agosto de 2009

¿Porqué?

Por Diana Sofía Giraldo

El Nuevo Siglo

Agosto 28 de 2009


En estos tiempos los colombianos caminan entre signos de interrogación y sin respuestas satisfactorias.

¿Por qué tiene el país que ir a reuniones de Unasur a explicar temas que son de su competencia exclusiva como país soberano e independiente?

¿Por qué el Presidente debe correr las capitales suramericanas dando explicaciones sobre asuntos internos, inflados artificialmente por unos vecinos que, como dicen los jóvenes, “decidieron montárnosla?

¿Por qué debemos soportar las permanentes agresiones verbales de Chávez por cualquier pretexto o sin pretexto alguno?

¿Por qué debemos atender con “prudente cautela” las reclamaciones de Ortega que cuando tiene complicaciones domésticas en su país alega qué es suyo lo que todos, empezando por él, saben muy bien que es nuestro?

¿Por qué atender el coro que orquestan contra nosotros los promotores del socialismo del siglo XXI que, por lo visto, tienen como primer punto de su programa insultar a Colombia para exasperarla y desacreditar su democracia?

¿Por qué la guerrilla colombiana se refugia cruzando las fronteras, la situación se prolonga por años de años y cualquier reclamo, o la simple mención de su presencia al otro lado de la línea, enciende el ambiente con alaridos de protesta?

¿Por qué si aparecen en poder de la guerrilla armas sofisticadas que un fabricante sueco le vendió a Venezuela, no hay reclamos de las ONG suecas y sí escándalos de nuestros vecinos, en cambio de explicaciones?

¿Por qué nadie pregunta por las enormes compras de armamento que sigue haciendo el gobierno venezolano?
¿Por qué Unasur no se conmociona cuando hay maniobras de Rusia en aguas suramericanas?

¿Por qué los norteamericanos mantienen por años la base de Manta, en el Ecuador, sin que nadie diga nada y en cambio se forma semejante alboroto por un acuerdo con los Estados Unidos para usar instalaciones colombianas?

¿Por qué cuando Ecuador baja el tono, lo sube Venezuela y cuando ésta lo baja Ecuador lo sube?

¿Por qué las diferencias políticas se trasladan inmediatamente a las relaciones comerciales?

¿Por qué si no nos sumamos al coro del Socialismo del Siglo XXI dejan de venderle gasolina a las zonas fronterizas?

¿Por qué la amenaza contra empresas que operan en Venezuela con capital colombiano?

¿Por qué los anuncios de intervención del presidente Chávez en la política interna de Colombia?

¿Por qué anuncia su alianza con movimientos políticos colombianos y éstos callan y el país calla?

¿Por qué en varias ocasiones el presidente Chávez habla de “guerra” y de “ir a la guerra” y la comunidad internacional no se da por enterada?

¿Por qué Chávez, hablando de la guerra, dice desafiante “creen que no me atrevo” y la comunidad internacional y la adormecida opinión pública colombiana siguen mudas como si de verdad creyeran que no se atreve?

¿Por qué pasamos de ser un país unánimemente respetado en el mundo, a ser el saco de golpes de todo el que quiera notoriedad o necesite distraer a su gente de los problemas domésticos?