sábado, 15 de noviembre de 2008

LOS INTELECTUALES, LOS SECUESTRADOS Y LA PAZ

Por: Darío Acevedo Carmona

Un grupo muy representativo de respetables intelectuales colombianos, liderados por la senadora Piedad Córdoba, decidió entablar un diálogo exploratorio con las Farc con miras a buscarle salidas al tema de los rehenes y soluciones al largo conflicto colombiano. ¿Por qué, cabe preguntar, una iniciativa de esta naturaleza tiene tanto despliegue en un momento en que esta guerrilla muestra síntomas notorios de agotamiento y fracaso de su proyecto revolucionario y de desprestigio profundo ante la comunidad internacional? La respuesta no es fácil y no pretendo aclararla en este escrito. Pienso que es saludable para el debate público que por lo menos se intente absolver este y muchos otros interrogantes que están flotando hace buen rato en el ambiente.

¿Por qué en vez de una exigencia perentoria, categórica y sin esguinces a las Farc ( tal como lo hizo Ingrid Betancurt en España) para que liberen a los secuestrados que aún tienen en su poder, parece más apropiado abrir una ventana para volver a hablar de intercambio humanitario? En cualquier otro contexto y país el secuestro como arma de lucha política es abominable y es condenado como una violación flagrante a los principios humanitarios. Utilizar personas en calidad de rehenes para obtener beneficios es inadmisible en el DIH y en los estatutos de la CPI, es un crimen de guerra, sin atenuantes. En el último año transcurrido el mundo y los colombianos hemos visto imágenes sobre las circunstancias aterradoras en que son mantenidos compatriotas secuestrados por la guerrilla fariana, varios de los cuales ya han sobrepasado los diez años de cautiverio.


Algunos de los intelectuales que acompañaron a la senadora Córdoba en esta iniciativa habían firmado un manifiesto contra la violencia y contra las guerrillas en 1994 luego de que estas sabotearon sendas conversaciones de paz en Caracas y Tlaxcala, a través del secuestro. El tono fue vehemente e inequívoco, dijeron a las guerrillas que ellas no representaban a nadie y que ningún ideal altruista justificaba la violencia y que su lucha era anacrónica no sólo a la luz del derrumbe del campo comunista sino también por la reciente aprobación de la nueva constitución política que abría caminos de esperanza a la paz.


En alguno de sus lúcidos ensayos, el historiador Eduardo Posada Carbó se lamentaba de cómo esa intelectualidad se había desentendido de tal manifiesto en los años siguientes y en cambio optó por dotar con elucubradas tesis académicas el avance militar de las guerrillas desde finales de la década pasada. El lenguaje se pobló de figuras retóricas que daban por sentado el axioma de la existencia de un conflicto social y armado, el reconocimiento de una representatividad social y de un espíritu altruista en las guerrillas, mientras asolaban pueblos, secuestraban, imponían sus leyes arbitrarias a las comunidades, esquilmaban el presupuesto de municipios alejados y abandonados del poder central del estado, entraban en la disputa por las rentas del narcotráfico y amenazantes reiteraban que su real interés era la toma del poder por la vía de las armas.


Si durante los años de mayor fortaleza era necesario el debate sobre las dimensiones y la naturaleza del conflicto armado nacional y hasta justificable haber apoyado un proceso de diálogo para buscar una salida política negociada del mismo, el saboteo del proceso del Caguán, el secuestro de decenas de militares y civiles sometidos a oprobiosa humillación y la deriva terrorista de su accionar en los últimos seis años, por lo menos, debían haber suscitado replanteamientos profundos en los círculos académicos e intelectuales.


La pregunta por la pertinencia de un acercamiento epistolar que suena más a salvavidas para las Farc, aunque muchos de los firmantes no se hayan percatado, es plenamente válida ya que lo éticamente correcto en momentos de extrema debilidad y desprestigio de los victimarios es levantar la bandera de la liberación unilateral e incondicional de todos los secuestrados. No tiene presentación que quienes con seriedad han reconocido los avances de la justicia humanitaria internacional, han saludado la existencia de la CPI y saben de la degradación absoluta de la guerrilla, vengan ahora a proponer la apertura de nuevos espacios que representan una claudicación respecto de las banderas humanitarias y terminen validando el chantaje al estado y a la sociedad que las Farc hacen con los secuestrados. Abogar por un intercambio de secuestrados por guerrilleros presos significa, ni más ni menos, igualar dos situaciones absolutamente diferentes y desconocer que el secuestro tal como se ha vivido y tal como lo están sufriendo aún algunos compatriotas es asimilable a los peores crímenes que se hayan cometido en la historia universal de la infamia.


Con el perdón de los firmantes de la carta, hay que recordar al menos dos situaciones: una, que la iniciativa de darle un giro militar a las negociaciones se originó en la soberbia de las Farc y en sus pretensiones triunfalistas de tomarse el poder por medios violentos, y, dos, que la dificultad para encontrar una salida negociada de los secuestrados y al conflicto mismo no tiene que ver con ausencia de espacios, pues estos fueron otorgados con generosidad y ofrecidos con insistencia siendo despreciados por ellos ya que en su parecer había que satisfacer todas sus exigencias.


En conclusión, considero que el pronunciamiento reciente de los intelectuales es un retroceso en relación con el manifiesto de 1994. Los intelectuales y académicos que han cobijado la violencia colombiana con un manto explicativo de carácter sociológico están en mora de realizar un balance crítico de sus posiciones y de reconocer el fracaso del proyecto guerrillero, y, por último, que lo ética y políticamente correcto en la coyuntura actual es exigir a los grupos que aún se mantienen en armas que liberen a los secuestrados y cesen sus acciones armadas para facilitar la conclusión negociada de todo tipo de violencia en el país.



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