miércoles, 17 de diciembre de 2008

UN ESTADO FUERTE Y DEMOCRÁTICO PUEDE RESPONDER A LAS VÍCTIMAS.

Por: Darío Acevedo Carmona.

El Consejo de Estado, órgano importante del estado colombiano, acaba de condenar a la Nación, en cabeza del Ministerio de Defensa y del DAS, órganos muy importantes del Estado colombiano, por el asesinato del senador de la Unión Patriótica, Manuel Cepeda Vargas, miembro a su vez del Comité Central del Partido Comunista Colombiano. La sentencia alude a la desprotección en que incurrieron estos entes sobre un personaje amenazado y sobre quien la Comisión Interamericana de Derechos Humanos había demandado al gobierno de la época que se le diera la protección adecuada.

El gobierno saliente de la época era presidido por el hoy jefe del partido Liberal, César Gaviria Trujillo y era ministro de defensa el hoy precandidato liberal a la presidencia Rafael Pardo Rueda. El presidente Ernesto Samper y su ministro de defensa, Fernando Botero, apenas estrenaban sus cargos. El asesinato se produjo el 9 de agosto de 1994. Fue uno más de una larga cadena de magnicidios, delitos atroces contra la población y crímenes contra la Unión Patriótica y otros partidos.

Amplios núcleos del país y los gobiernos de la época clamaban por el cese de la violencia y se debatían en medio de la impotencia contra las fuerzas del paramilitarismo que reemplazan a las autoridades legítimas en la aplicación de justicia. La justicia privada se impuso en detrimento de la institucionalidad. De manera expedita y casi impune los grupos paramilitares y de autodefensas se constituyeron en freno a la expansión del proyecto fariano que para entonces se encontraba en pleno auge.

Casi 15 años después de aquella ordalía, Colombia vive una situación claramente distinta. Sin que la violencia haya desaparecido del escenario, el estado ha recuperado el control perdido, el proyecto paramilitar está desarticulado y las guerrillas -debilitadas por una exitosa estrategia de seguridad democrática-, prácticamente imposibilitadas de tomarse el poder. La ley de justicia y paz ha facilitado el conocimiento de verdades ocultas en los 20 años anteriores, se discute en el Congreso de la República, por vez primera, una ley de reparación integral de las víctimas. El Estado y el Gobierno dan la cara, responden, asumen responsabilidades por hechos que ocurrieron en gobiernos anteriores, propician la reconciliación y las víctimas cobran voz y personalidad. El miedo colectivo a hablar, a acusar y a exigir se desvanece. La izquierda democrática goza de garantías y de fortalezas no vistas en nuestra historia, edita periódicos, promueve paros, realiza marchas, exagera su retórica anti gubernamental casi hasta el odio, el partido comunista hizo un congreso hace pocos días después de muchos años sin poderlo llevar a cabo y el Polo obtiene copiosas votaciones.

La guerrilla y el paramilitarismo como proyectos de poder han fracasado, pero la paradoja es que sus principales beneficiarios, la izquierda civil, no se lo quieren creer. Todo está dado para doblar la página y redefinir la agenda nacional, pero el Polo, el liberalismo (gobernante en la época de mayor violencia y masacres), y algunas Ong humanitarias, en vez de contribuir a dar ese giro, se detienen en la injuria contra el gobierno y contra el presidente que ha propiciado un clima de garantías y tranquilidad. El hijo del senador Cepeda encabeza una furibunda campaña contra el estado al que llama criminal y publica un libro lleno de suspicacias sobre el presidente Uribe. Pero no sabemos si se pondrá guantes de caucho para recibir la indemnización ordenada por ese estado en el que no cree y del que denigra a placer. No hay comprensión sobre la imposibilidad de alcanzar una satisfacción total, cien por cien, a las demandas de verdad, justicia y reparación, gobierne quien gobierne y en cambio se azuza irresponsablemente a las víctimas desde un espíritu vengativo contrario a la reconciliación.

Nadie debió ser asesinado ni perdido sus tierras ni abandonado su habitat ni ser desaparecido ni secuestrado por el estado. Tampoco por los paramilitares o por las guerrillas. Nadie debió haber sido asesinado en razón de sus convicciones políticas, ni el estado debió dejarse debilitar en el ejercicio de la autoridad e infiltrado tan profundamente por grupos al margen de la ley. Ningún partido u organización de la sociedad civil debió ser proclive a simpatizar con guerrillas o paramilitares. Por lo mismo, el apoyo y justificación de la combinación de todas las formas de lucha debiera tener un nivel de responsabilidad en la tragedia humanitaria que nos afectó y que aún muestra sus coletazos.

Para los partidarios de un fin del conflicto imbuido por el ánimo de la reparación, la verdad y la justicia, es claro que el horizonte de las nuevas leyes y medidas al respecto han de estar impregnadas por el espíritu de la reconciliación y la convivencia. No debe, entonces, haber lugar para la venganza, para el odio o para el resentimiento. El fallo del Consejo de Estado en el caso Cepeda es una lección para que quienes no creen en el estado, lo descalifican y lo condenan, entiendan que el estado es mucho más que el gobierno de turno, es la expresión de la voluntad y del interés general, pero que tampoco tiene poderes infinitos como para encarnar la perfección. Ojalá esa lección sea asimilada por quienes han convertido el dolor de otras víctimas en pretexto para denigrar del estado, para avivar las llamas de la venganza y para hacer proselitismo. Al fin de cuentas, este conflicto fue ganado por una política de fortalecimiento del estado de derecho y sin la instauración de un gobierno totalitario. Y el estado ganador acaba de dar una demostración de justicia sin esperar a que la interpretación ética de las acciones de todos los protagonistas del conflicto permita aclarar la responsabilidad política de quienes de una u otra forma depositaron su confianza en el camino de las armas.

Diciembre 11 de 2008

1 comentario:

Pablo Palma J. dijo...

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