jueves, 8 de enero de 2009

La seguridad democrática

Por: Alfonso Monsalve Solórzano
almonsol@hotmail.com
Los golpes a las Farc han debilitado como nunca a ese movimiento, como resultado de la política de seguridad democrática, iniciada el 7 de agosto de 2002, que básicamente consiste en el esfuerzo del Estado por asegurarse el monopolio de la fuerza y el control total del territorio, para que en el país haya una sola autoridad, la que se constituye legítimamente mediante un proceso eleccionario en una sociedad pluralista erigida sobre una democracia representativa. Tal monopolio de la fuerza y tal control territorial son necesarios para que el estado garantice los derechos fundamentales a todos los colombianos, que es precisamente su función primordial en una democracia.

Hoy, las Farc no tienen posibilidad de tomarse el poder y su moral de combate puede estar seriamente resquebrajada: tres de sus más importantes cuadros han muerto o han sido dados de baja por el ejército o por sus propios militantes; otros, muy importantes, han sido muertos, capturados o han desertado. Manifestaciones como nunca antes se habían visto en el país y en el mundo les hicieron conocer el rechazo visceral de la inmensa mayoría de los colombianos y de la opinión pública internacional, a su terrible práctica del secuestro.
Los más importantes rehenes políticos fueron rescatados por el ejército en una operación militar que los humilló por lo impecable, y de paso los dejó casi sin la capacidad de chantajear al estado y a la nación colombiana como lo venía haciendo mediante la utilización de los familiares de los secuestrados y el apoyo del gobierno de Francia; los famosos computadores del señor Devia (a. Raul Reyes) sacaron a la luz el entramado internacional de apoyo y dejaron a sus aliados suramericanos y centroamericanos expuestos ante la comunidad internacional y, por consiguiente, con muy poca o ninguna capacidad de maniobra en el frente internacional. Hay serias manifestaciones de desarticulación, como lo muestra la descoordinación en el caso del hijito de Clara Rojas, y muchas de sus antiguas estructuras ya no existen o están seriamente golpeadas.

Todavía quedan colombianos, civiles, militares y policías, en poder de ese grupo. Ahora se anuncia la liberación de dos civiles, los doctores Alan Jara y Sigifredo López y de cuatro militares y policías, acompañada de la vieja rutina de exigencias imposibles de satisfacer, como la del reconocimiento como fuerza beligerante, por su condición de violadores de los derechos humanos, que han hecho de estas violaciones su forma de lucha, y porque no se puede demandar en una mesa de negociaciones lo que se está perdiendo en el terreno militar.

El clamor de los colombianos y de la comunidad internacional es que las Farc liberen a todos los secuestrados sin ningún tipo de condiciones. Las liberaciones unilaterales son un alivio y una alegría inmensa para las familias víctimas y para el país. Nadie entendería que se pusiesen condiciones inaceptables para efectuarlas. No después de todo lo que ha pasado, de las lecciones aprendidas y de la correlación de fuerzas que hoy se tiene. No más shows mediáticos ni más dilaciones.

La liberación de los secuestrados les abriría las puertas de una negociación realista para participar institucionalmente en la política y aspirar a dirigir el país, negociación en la que no podrían estar en juego la idea de una transición en la que se compartiría el poder con esa organización porque no estaría en cuestión la estructura de la democracia representativa y pluralista en Colombia, en la que para acceder al poder hay que ganar unas elecciones. El cambio de modelo sólo podría resultar de una guerrilla triunfadora que impone condiciones, lo que no es el caso actualmente. En consecuencia, si las Farc quieren participar institucionalmente en la política deben abandonar su proyecto de tomarse el poder por las armas.

Llevar a la guerrilla a ese punto es el gran aporte de la política de seguridad democrática. Por eso hay que mantenerla y convertirla en una política de estado hasta que la amenaza a nuestro sistema político desaparezca. De lo contrario, la sombra de una dictadura totalitaria pendería de nuevo sobre nuestras cabezas, con parte del vecindario proclive a ella.

Unas palabras finales. Soy consciente de los errores y las violaciones cometidos por miembros de las fuerzas de seguridad del estado, con los llamados falsos positivos, y por eso los he criticado vehementemente en esta columna. Pero la superioridad moral de nuestra democracia estriba en que los saca a la luz, los juzga y los castiga, porque no forman parte de lo que defiende, y por el contrario, le repugnan. Contrástese con la política del secuestro, la ejecución de rehenes, etc., como la forma por excelencia para hacer política del oponente.

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