jueves, 21 de agosto de 2008

Maquiavelo y el realismo político.

Por: Alfonso Monsalve Solórzano
almonsol@hotmail.com

En memoria de Luís Fernando Jaramillo Salazar, ex Vicerrector General de la Universidad de Antioquia.

Maquiavelo (1469.1527) es el más importante de los republicanos del Renacimiento, caracterizados todos, reviviendo las ideas de las democracias antiguas, griega y latina, por pensar que el Estado debería ser equilibrado, libre y sin corrupción.
Que el Estado sea libre significa que el cuerpo político es autónomo para tomar decisiones (lo que el gran Isaiah Berlin llamó la libertad de los Antiguos), algo distinto a que los individuos sean completamente libres, es decir que tengan autonomía individual para la toma de decisiones, dentro del estado (lo que ese pensador denominó la libertad de los Modernos). En el republicanismo, cuyo núcleo doctrinal, entonces, estriba en que la soberanía reside en el pueblo, la decisión tomada democráticamente por el conjunto de los ciudadanos es obligatoria para cada uno de ellos. Para decirlo en los términos actuales, la regla democrática prima sobre los derechos de los individuos en todos los casos.

Ahora bien, Maquiavelo, como buen renacentista de la Italia del norte de esa época, conformada por Ciudades–Estado independientes, como Florencia y Milán, habló de la virtud cívica como distinta a la virtud moral o a la virtud religiosa. El ciudadano, como miembro del Estado, debe buscar el honor y la grandeza de la Ciudad y, en consecuencia, debe anteponer los intereses de ésta a los suyos propios. Fundamentalmente se le exige que tome parte en las decisiones políticas y que defienda, aun con su vida al Estado. En una época en que lo común era que los príncipes defendieran sus Estados con ejércitos mercenarios, Maquiavelo (y en general, todos los republicanos renacentistas) abogaron por la creación de los ejércitos nacionales, la circunscripción militar obligatoria y el patriotismo como virtud cívica por excelencia.

Para el gobernante, la preservación del estado es su primer deber, dice, y ello significa que virtudes como la magnanimidad o la verdad a toda costa, propias de las virtudes religiosas, pueden convertirse en una falta moral cívica. Esto es así porque obligado a preservar el Estado, y rodeado de seres humanos cuya naturaleza es mentir, ser crueles y engañar para alcanzar sus propósitos, entre los cuales está, precisamente tomar el control del Estado, el gobernante debe, si puede y le conviene a las necesidades del Estado, ser bondadoso y veraz, pero si es necesario para preservarlo, ha mentir, faltar a la palabra empeñada y ser cruel. Debe buscar, en cualquier caso, ser amado o temido, pero no odiado y para ello debe hacer lo que tenga que hacer.

Es el realismo político puesto al desnudo. Maquiavelo pone por escrito lo que los poderosos hacen para controlar el poder. Algunos han resumido su posición con el lema ‘el fin justifica los medios’ y la han emprendido, no sin cierta razón, pero también con candidez o doble moral, según sus ocultas e íntimas intenciones, contra esta doctrina.

La semana pasada, en el artículo sobre las filtraciones toqué el tema. Ahondemos un poco en él, ahora: ¿de verdad cree alguien que el gobernante en toda circunstancia ha de decir la verdad y cumplir su palabra? ¿Debe revelar los secretos que ponen en peligro la seguridad del Estado en caso de que algunos se lo pidan? ¿Debe reconocer que espía a los otros Estados y develar los nombres de los que lo hacen? ¿Ha de cumplir con la palabra empeñada aun si ello significa que perjudica el interés nacional? ¿Tiene prohibido todo tipo de simulación y engaño, incluso el que protege al Estado y a los ciudadanos?

La discusión estriba, más bien, en cuáles son los límites al engaño, la crueldad y la simulación en situaciones de razones de Estado. El problema con las doctrinas morales, religiosas o filosóficas, es que, a pesar de su pretensión de universalidad, es decir, de que querer valer para todos, al menos en Occidente, son de la esfera privada de los individuos. En una sociedad plural, en la que existen múltiples grupos con distintas concepciones religiosas o filosóficas, el Estado no puede comprometerse con una en particular, por más que el gobernante de turno la profese. (Claro que por lo que se ve en los países fundamentalistas de corte religioso, por muy doctrinales que sean sus dirigentes y por muy cumplidores que sean de las reglas morales de su credo, también mienten, simulan, engañan y ejercitan la crueldad cuando de defender su Estado se trata).

En esas circunstancias el único límite es la ley. Un gobernante puede ejercer el poder utilizando los medios que requiera, siempre y cuando no viole los códigos nacionales y aquellos internacionales que se haya comprometido a cumplir. Aun así se presentan dilemas morales muy complicados. El ejemplo de la liberación de los secuestrados en la Operación Jaque es paradigmático. Si se hubiese cumplido estrictamente la regla internacional, esas personas aun seguirían secuestradas. ¿Tenía el Estado o no la obligación de intentar liberarlos sanos y salvos, para arrancarlos de las cadenas, el dolor físico y psicológico y la afrenta a sus familias, al país ya la dignidad humana? La respuesta negativa implicaría que todavía estarían allí sufriendo terriblemente y al país atrapado en el chantaje político y moral. ¿Qué era preferible? No hay, entonces, una fórmula matemática. Cada caso, en esas circunstancias, requiere de un análisis específico, donde se ponderen los pros y los contras.

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