martes, 24 de febrero de 2009

Los zapatitos de Escobar

Por Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Febrero 24 de 2009


Los zapatos esconden ricos contenidos simbólicos en la hermenéutica del sicoanálisis. El fetichismo de los zapatos es una fijación erótica muy meneada en los divanes de los discípulos de Freud. En las primeras cartas a Luisa Colet, Flaubert insiste en las emociones que le suscitan las zapatillas de esa señora. En las cuales, si bien recuerdo, escondía además un pañuelo y un rizo.


Hace años, una marca de zapatos se anunciaba en la radio con un lema fantasioso: el zapato con alas para descansar caminando.

Recuerdo cómo exacerbaba en mí los sueños de fuga propios de la infancia. Me imaginaba calzando esos artilugios de maravilla mientras saltaba los techos de la ciudad hacia las montañas. En mis fantasías cruzaba ríos y mares. La niñez no diferencia entre la verdad y las ilusiones. Viejo me enteré de que el zapato con alas era una simple mentira de la publicidad. Como la que convierte un agua oscura en la chispa de la vida, por ejemplo.

Esperé en vano que me regalaran esos zapatos para descansar caminando. Ya que el colegio estaba tan lejos. Pero el palo no estaba para cucharas y no me atreví a pedir unos: debían ser carísimos. Me resigné a las botas de todos los colegiales de entonces, pesadas como elefantes muertos y armadas con carramplones. Con un consuelo: debían ser más seguras que los zapatos celestes.

La realidad nos enseña a comprender ciertas verdades. Como la que afirma que hay muchas lágrimas en este mundo por las oraciones atendidas. Yo aprendí a desconfiar de los grandes deseos en la lectura de Las zapatillas rojas, de Andersen. Dicen que a caballo regalado no se le mira el diente. Pero hay que tener cuidado con los zapatos de regalo.

Andersen pasa por ser un autor de cuentos infantiles. Sin embargo, entre sus cuentos cuentan algunos que no merece el peor de los niños. Los más crueles, y terríficos de la literatura universal. El del intrépido soldadito de plomo, que tan mal acaba, y el de La vendedora de fósforos, que sirvió a Víctor Gaviria y Erwin Goggel para su película, son muy tristes. Pero el peor es el de Karen. Esa niña descalza, que en invierno llevaba unos feos zuecos, hasta que obtuvo, después de mucho desearlas, unas zapatillas rojas como las de las princesas, que le plagaron la vida de miserias. Estaban dotadas de una vida absurda.

En la más aterradora de las narraciones de Andersen, todos miran los pies de Karen, en la iglesia, y la calle, a causa de los zapatitos rojos. Esto la mantiene entre la ufanía del sentimiento de superioridad y la vergüenza. Un día, un soldado le dijo: vaya, preciosos zapaticos de baile. La niña no resistió la tentación de marcar unos pasos de danza. Y sus piernas siguieron bailando solas. Como si los zapatos tuvieran un poder misterioso. Y cuando quería ir a la derecha los zapatos la llevaban por la izquierda. Y si quería ir arriba la obligaban a ir abajo. Un día, harta de los fatigosos zapatos rojos, que tanto había deseado, exhausta, y asustada, Karen quiso quitárselos. Pero estaban tan ajustados como si se hubieran fundido con los pies. De modo que fue a la casa del verdugo. No me cortes la cabeza, le dijo Karen, pues debo expiar mi vanidad. Pero quiero que me cortes los pies, con estos zapatos rojos, que me llevan por donde no quiero. El verdugo le cortó los pies, pero los zapatos siguieron bailando.

Volví a acordarme estos días de Karen. A propósito del contenido simbólico de los botines que le regaló al doctor Escobar el mafioso. Que lo llevan por donde no quiere y, sobre todo, a su pesar, por el bosque de las columnas de los periodistas de opinión, odiosos como verdugos. Y Araújo rabia, siembra tutelas, protesta por la honra de sus pies. En vez de arrepentirse de vanidades, como hizo Karen, para purgar la culpa, curar la desesperación y librarse del estigma. Uno, la verdad, no quisiera estar en los zapatos de fábula de Escobar. Que bailan solos donde él menos quisiera que bailaran. 

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