sábado, 21 de febrero de 2009

Tiro en el pie

Por Jorge Humberto Botero

El Heraldo, Barranquilla

Febrero 21 de 2009


La socialización, a través del Estado, de los riesgos de vejez fue adoptada por primera vez en Alemania a fines del siglo XIX. El derecho a pensión se adquiría cuando el afiliado, luego de un largo período de cotizaciones, alcanzaba la edad de 70 años.
 


El sistema fue acogido con entusiasmo porque permitía aliviar las miserables condiciones de vida de la clase obrera de un país en acelerado proceso de industrialización. Pronto se difundió por buena parte de Europa, los Estados Unidos, y, desde comienzos del siglo XX, en América Latina. Colombia lo puso en marcha en 1967.


Un conjunto de factores explican que estos beneficios pudieran ser ofrecidos a cambio de tasas reducidas de cotización: eran elevadas la edad de pensión, las tasas de natalidad y el crecimiento de la población afiliada, pero bajas las expectativas de vida. En armonía con esta realidad demográfica y laboral se escogió la técnica financiera de “reparto”; los aportes de los trabajadores activos financian las pensiones de los ya retirados. Se trata de una estructura piramidal con muchos cotizantes en la base y pocos jubilados en el vértice.


A medidos del siglo pasado se habían transformado las circunstancias determinantes del éxito del sistema en los países avanzados. La natalidad comenzó a caer, los avances en la salud elevaron las expectativas de vida por encima de los 75 años, en tanto que la población económicamente activa se encuentra estancada, o crece menos que la enorme hueste de los jubilados. De modo inexorable, estas realidades conducen a la quiebra de la Seguridad Social convencional. Cuando antes podía haber ochenta trabajadores generando los fondos para sostener un jubilado, en muchos países la cifra ha caído por debajo de cuatro.
 


A comienzos de los noventa era claro entre nosotros que los pasivos no registrados a favor de futuros pensionados superaban el valor del PIB y que las reservas de los entes operadores del sistema pensional público se extinguirían a la vuelta de breve período. Por eso se decidió crear el sistema de “ahorro individual con solidaridad”, el cual ha sido aceptado masivamente por los trabajadores, minimiza las cargas fiscales y es inmune a la transición demográfica: cada trabajador construye, en lo esencial, su jubilación con el producto de la capitalización de sus aportes.
 


La Corte Constitucional —Sentencia T-1052/08— ha señalado que todas las pensiones, incluidas las del régimen de ahorro individual, deben ajustarse anualmente de acuerdo con la evolución del índice de precios al consumidor, no importa cuál haya sido la rentabilidad de los ahorros que las financian. Esta decisión ha causado alarma. La Corte da la impresión de compartir una diatriba política contra la economía de mercado, la apertura económica y los fondos de pensiones que se halla en el fallo de primera instancia.


Pero, también, porque la decisión va en contra de uno de los pilares del sistema: se supone que las pensiones, salvo las mínimas, son función del valor del capital acumulado por el afiliado gracias a sus aportes y los rendimientos que ellas generen. La ley permite, además, que quien no quiera tomar riesgos financieros puede contratar una renta vitalicia, lo cual confirma este punto de vista. Sin embargo, la Corte tiene razón. Se ha limitado a aplicar una norma legal, equivocada a mi parecer, pero clara en su contenido.
 

Infortunadamente, la obligatoriedad de estos reajustes perjudica, por extraño que parezca, al afiliado, toda vez que sigue siendo cierto que este se pensiona con sus propios fondos. Y si en varios años el reajuste de su pensión, para atender un mandato legal, supera la rentabilidad del capital que la financia, es probable que se torne insuficiente para depararle un retiro decoroso. Es como darse un tiro en el pie.

 

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