Adriana La Rotta*
El Tiempo, Bogotá
Noviembre 28 de 2009
HONG KONG. Esta semana, en Camboya, terminaron los alegatos en el juicio contra el hombre conocido como 'Duch', jefe de la prisión S-21, en la que más de 15.000 personas fueron torturadas y enviadas a los 'campos de la muerte' durante el siniestro régimen marxista del Jemer Rojo.
El juicio fue transmitido en vivo por la televisión y, aunque doloroso para los familiares de los dos millones de víctimas de ese proyecto delirante, fue un momento definitivo en la historia de Camboya. Al fin y al cabo, el país tuvo que esperar treinta años antes de ver a uno de los autores del exterminio sentado ante un tribunal.
Uno querría que ese fuera el final de la historia, pero está lejos de serlo. La tragedia sigue y se prolongará por lo menos otros veinte años, que es el tiempo que falta para que las Naciones Unidas y organizaciones no gubernamentales terminen de levantar las cinco millones de minas 'quiebrapatas' que todavía hay enterradas en ese país. Tres veces por día, durante esos veinte años, algún inocente en Camboya dará un paso fatídico que acabará con su vida o lo dejará desfigurado.
La idea de que una guerra que se acabó hace décadas sigue causando víctimas a diario es tan alucinante, que uno no se explica cuál puede ser la justificación para que la guerrilla siga sembrando minas en Colombia. Mucho después de que la guerra se acabe y aun mucho después de que los responsables por los secuestros y los asesinatos se sienten en un tribunal como el que esta semana enfrentó el sanguinario 'Duch', todavía habrá minas intactas en Colombia.
Ellos no lo saben, pero esos guerrilleros que hoy fabrican y siembran 'quiebrapatas' serán perseguidos un día por los fantasmas que hoy atormentan a Aki Ra, un camboyano que conocí hace poco y que se ha gastado los últimos quince años de su vida tratando de exorcizar su pasado.
Un huérfano reclutado para la guerra desde que era niño, Aki Ra peleó en todos los bandos: con el Jemer Rojo, con el ejército vietnamita que invadió Camboya y más tarde con las fuerzas armadas camboyanas que intentaron expulsarlo. Su especialidad era sembrar minas y puso tantas, que ni siquiera puede decir cuántas.
Cuando la ONU entró a Camboya a comienzos de los 90, Aki Ra se dio cuenta de la monstruosidad que había cometido y, sin mucho entrenamiento ni equipo de protección, empezó a limpiar veredas enteras contaminadas con minas. Él dice que ya ha desactivado y levantado 50.000 artefactos y uno le cree, porque los tiene todos exhibidos en un pequeño museo, que abrió en las afueras de Siem Reap, en el norte del país.
Lo más impresionante del museo no es la chatarra asesina que se amontona en todos los cuartos, sino el personal que se encarga del lugar, jóvenes a los que les faltan brazos y piernas y que el ex guerrillero ha acogido como hijos, a los que da educación y ha convertido en un ejército de 'desminadores', que poco a poco van liberando terrenos para que los campesinos puedan volver a cultivar.
Tuvieron que pasar muchos años antes de que Aki Ra se diera cuenta de lo que había hecho y empezara a ayudar a remediarlo. ¿Cuándo será que los sembradores de minas de las Farc y el Eln entenderán la magnitud del crimen que cometen?
Cartagena recibe mañana a expertos en minas antipersonas venidos de más de cien países, que se reúnen para revisar cómo va la adopción del tratado que prohíbe la fabricación y el uso de esas armas.
Es una importante señal de apoyo de la comunidad internacional, que de manera unánime ha condenado a la guerrilla por el legado de horror que les está dejando a las próximas generaciones de colombianos. La misma condena les cabe a los fabricantes de minas -Estados Unidos, Rusia, China e India, entre otros-, que se niegan a firmar el tratado. Ellos, al igual que la guerrilla, seguirán sembrando minas y cosechando odio.
* Periodista
No hay comentarios:
Publicar un comentario