domingo, 29 de noviembre de 2009

Peligro: campo minado

Editorial

El Tiempo, Bogotá

Noviembre 29 de 2009

Los campos de Colombia están sembrados de un asesino silencioso, responsable de miles de víctimas y que amenaza permanentemente la vida y la integridad física de cientos de miles de campesinos y de la fuerza pública en el 46 por ciento de los municipios del país. Son las incontables minas antipersonas y las municiones sin explotar que los grupos armados ilegales han venido plantando indiscriminadamente en áreas donde habitan y transitan civiles inocentes.

A partir de hoy y hasta el 4 de noviembre, Cartagena es la sede de la cumbre de los 156 países firmantes de la Convención de Ottawa, el instrumento jurídico internacional para promover la prohibición del uso, fabricación, almacenamiento y tráfico de estas armas. El tratado, que cumple 10 años de vigencia, es respaldado por el 80 por ciento de las naciones del planeta y ha impulsado la destrucción global de más de 42,3 millones de minas por los Estados miembros.

Esto ha llevado a que tanto su comercio como su producción no solo estén estigmatizados, sino a que se hayan reducido dramáticamente en la década de existencia de la Convención. Asimismo, el acuerdo cubre operaciones de erradicación de los campos minados. Este esfuerzo internacional, promovido por Estados y ONG, fue galardonado con el Premio Nobel de Paz en 1997. No obstante, aún existen unos 37 países, entre ellos poderosas potencias, como Estados Unidos, Rusia y China, que, por razones de estrategia militar, se niegan a suscribir el tratado de Ottawa. El caso de Washington es paradójico: mientras apoya con recursos la destrucción de las minas, su responsabilidad en la Zona Desmilitarizada entre Corea del Norte y Corea del Sur, sembrada de estos dispositivos para evitar invasiones, lo disuade de convertirse en Estado firmante.

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Cartagena es el escenario propicio para que el gobierno colombiano, en cabeza del vicepresidente de la República, Francisco Santos, comparta los resultados de su lucha por el desminado. Desde la ratificación del tratado, 19.000 minas de las Fuerzas Armadas han sido destruidas, así como 12 de los 34 campos minados bajo jurisdicción militar. El Ejército colombiano está desarrollando programas de desminado dentro de un ambicioso plan gubernamental a diez años, a un costo de más de 600.000 millones de pesos.

Sin embargo, estos esfuerzos estatales por cumplir con los compromisos de la Convención contrastan con el creciente sembrado indiscriminado de minas 'hechizas' que las Farc y el Eln han desplegado por 31 de los 32 departamentos del país. Antioquia, Nariño, Cauca, Arauca, Casanare, Boyacá, Norte de Santander, Putumayo, Caquetá y Meta son consideradas regiones críticas, donde los mapas de los campos minados y el del narcotráfico se superponen. Estos grupos guerrilleros han incluido los artefactos explosivos en sus estrategias militares para proteger laboratorios y cultivos de coca, impedir el avance de los operativos militares y generar terror entre la población civil.

Las Farc se han convertido, según el más reciente informe del Monitor de Minas Terrestres, en el grupo armado ilegal que más las usa en el mundo, junto con los Tigres Tamiles, de Sri Lanka, y el Ejército de Liberación Karen, de Myanmar. El gusto macabro de la guerrilla por estos explosivos mantuvo a Colombia por varios años en el primer lugar en mayor número de víctimas de minas antipersonas. En el 2008, 777 colombianos -más de dos por día- sufrieron sus terribles e inhumanas secuelas de muerte y mutilación. Ese año, solo Afganistán, epicentro de la guerra de Estados Unidos contra los talibanes, superó al país en este deshonroso palco de honor. Además, según denuncias del vicepresidente Santos, se han encontrado otros tipos de explosivos improvisados, "microminas", diseñados para mutilar el rostro, así como minados "muertos", para activar a control remoto.

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El drama de las minas es una profunda herida física y territorial que marca a las sociedades en guerra muchos años después de la firma de la paz. Camboya, por ejemplo, es un recordatorio dramático de esa realidad: entre 4 y 6 millones se calcula que se sembraron en sus 30 años de guerra civil. El abismo entre su bajo costo de instalación y los miles de millones de dólares que vale su identificación y destrucción complica aún más las campañas de desminado. Todo esto sin incluir el largo, difícil y oneroso proceso de rehabilitación física y sicológica de las miles de víctimas que las finanzas públicas se ven obligadas a asumir.

El liderazgo que Colombia está asumiendo en la erradicación de las minas merece ser acompañado por la comunidad internacional: con respaldo diplomático al condenar duramente a las Farc y con ayuda económica para asumir las pesadas cargas. El mejoramiento de la asistencia hospitalaria a las víctimas civiles y la destrucción del resto de zonas minadas en los alrededores de varias bases militares son aspectos que el Gobierno podría acelerar. La cumbre de Cartagena constituye el foro internacional por excelencia para que las problemáticas de los mutilados y heridos por estos artefactos ganen un merecido protagonismo. Y para adoptar un ambicioso plan de acción que refuerce las medidas de protección y asistencia a las víctimas.

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