Fernando Londoño Hoyos
Noviembre 24 de 2009
Cuando llegue a pasar lo que ni siquiera quisiéramos imaginar, todos dirán que hicieron lo posible por evitarlo. Todo, menos llamar al orden al desaforado sujeto que quiere ocultar su catástrofe histórica, destruyendo su pueblo, y haciéndole daño a su vecino.
Y la guerra también, no es difícil agregar. En la guerra se ponen a punto todas las potencias de un pueblo, para el nada desdeñable asunto de aniquilar a otro. O para vencerlo y obligarlo a la rendición, que es una forma de aniquilamiento moral. Pero
Lo peligroso de las tensiones en la frontera con Venezuela está, precisamente, en que las provoca un débil mental como Chávez, con sueños de grandeza, como ocurre con tantos de su clase. Y para colmo de males, arrinconado por sus propias acciones, lo que lo convierte en un orate de altísima peligrosidad.
Chávez no sabe qué hacer con sus problemas internos. Después de haber malbaratado más de novecientos mil millones de dólares en diez años, cifra ligeramente superior a la que está utilizando Barack Obama para rescatar de la crisis la más poderosa nación de la tierra; después de haber destruido su inmensa empresa petrolera; después de abandonar la construcción de infraestructura en un país que todavía estaba por construir; después de haber liquidado la capacidad productiva de su agricultura, su industria, sus servicios; después de haber llevado la nación más rica de este continente a una recesión implacable; después de haber destruido su ejército, en una purga inaudita; después de abrirle espacio al narcotráfico, para aclimatar la peor violencia que hoy se soporta en Latinoamérica; después de haber predicado el odio como terapia social y el Socialismo como sistema, estéril como todos los que el mundo ha conocido, Chávez se pregunta dónde puede estar la puerta de salida de sus sandeces, excesos y fracasos.
Para encontrar el eterno recurso de los torpes, que es la guerra. Su enfermiza imaginación, sus cortos alcances de estadista, su pobre carácter, no le muestran otra alternativa.
Ese es el peligro que Chávez representa. Y esa atroz posibilidad que es la guerra, deja de ser una palabra impronunciable, para convertirse en una cuestión de cuidado. Venezuela no quiere la guerra. Colombia la quiere menos. Allá y acá sabemos que semejante locura no soluciona nada y nos condena a varias generaciones perdidas. Sea cual sea su resultado, no podrá ser otro que el daño irreparable a millones de seres humanos que serían las víctimas de ese hecho espantable. Gente hermana, cuyo destino pasa por el de su cooperación franca y su complementación irrenunciable, empujada a matarse en un campo de batalla. ¡Y todo por los delirios de un bárbaro con poder!
A Chávez nadie lo toma en serio. A Hitler, en su tiempo, tampoco. Así suele suceder. Los Estados Unidos se encogen de hombros y ofrecen sus buenos servicios mediadores, cuando saben que son el pretexto de Chávez para intentar semejante disparate.
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