Fernando Londoño Hoyos
La Patria, Manizales
Noviembre 10 de 2009
Hace 20 años se cayó en Berlín algo más que un muro. Fue todo un sistema de vida, una manera de entender la sociedad y la economía o como dirían los mismos alemanes una Concepción del Mundo, lo que se vino al piso ese 9 de noviembre de 1989.
El comunismo tenía raíces en ensayos socialistas del siglo XIX, que tuvieron más renombre que suceso. Pero el triste honor de haber llevado el mundo a ese descomunal desastre fue Karl Marx, un alemán descendiente de judíos, que vivió más en París y en Londres que en su patria. Trabajando con el furor de los que se sienten iluminados, Marx creyó encontrar la clave de la historia, y no sólo de la pasada, sino de la futura. Y esa fue la gran tragedia. Porque las terribles equivocaciones de la lucha de clases entre el proletariado y la burguesía; de la dictadura de ese proletariado como inevitable fórmula de una dialéctica enfermiza; y el paraíso liberal que después se viviría, cuando desaparecieran todas la superestructuras (Estado, Familia, Religión, Propiedad) no se hubieran mantenido en pie dentro de un debate filosófico sano y desprevenido.
Pero Lenin y la revolución bolchevique convirtieron esas tesis irracionales en una religión, en cuyos altares oficiaron los mayores fanáticos, los peores ambiciosos, los más detestables caudillos del siglo pasado. Y con el cinismo convertido en instrumento político y la fuerza como medida de los actos, el comunismo se tomó la mitad de la humanidad.
El sistema estaba condenado a muerte desde su nacimiento. En lo económico, porque desafiaba la naturaleza humana y era un pavoroso destructor de riqueza. En lo social, porque el igualitarismo es infértil y conduce a las autarquías. Y en lo político, porque la supresión de la libertad y su sustitución por la fuerza del Partido, es una necedad y un crimen.
Mucha culpa tuvieron en la implantación y la tolerancia del comunismo los intelectuales que se han proclamado tantas veces dueños de la verdad en materias que ignoran. Sartre y Bergson y Shaw y Gide, y Gramsci, se hicieron los de la vista gorda ante las atrocidades de Stalin y se empeñaron en justificar el más tenebroso de los fracasos. Después, el miedo a Hitler y al Japón, llevaron a Occidente, con una diplomacia inepta y cobarde, a convertir la Unión Soviética en la segunda potencia del mundo.
Pero no podía durar aquella locura indefinidamente. Un paraíso que tiene que encerrar a quienes lo disfrutan para que no conozcan otra cosa. Y que no puede sostenerse sino a través del miedo y la violencia, desaparece necesariamente. En este caso, muy tarde. El Muro de Berlín se debió caer mucho antes, o mejor, nunca se debió permitir que se levantara. La dominación de los comunistas en la Europa Oriental, en gran parte del África, en la China y el sudeste asiático, en Cuba y su letal influencia en América Latina y tantas otras regiones del globo, fue el resultado de su audacia, pero también de la cobardía de quienes la toleraron. Así suele ocurrir. Hitler también llevó al mundo al horror de la Segunda Guerra Mundial, porque el mundo, para no enfrentarlo a tiempo, prefirió contemporizar con ese loco, intentar su apaciguamiento.
Han pasado 20 años y no estamos seguros de que la lección haya quedado aprendida. Cuando más, sabemos que la Libertad no se deja apabullar indefinidamente y que tarde o temprano derriba los muros que la destruyen. Pero los megalómanos, los iluminados, los prepotentes siguen dejando su rastro en la historia humana. Aquí en el vecindario padecemos uno, con la ilusión de que el daño que cause sea tolerable. O que se lo cause a otros. Por ejemplo, a los infelices hermanos nuestros, los venezolanos, emplazados a tumbar algún día el muro donde los están encerrando sin compasión. Con el Muro de Berlín se cayeron muchas cosas, entre otras la gran mentira del socialismo. La misma con que Chávez pretende dominar América. Lo que enseña que no basta abatir un muro para aprender. Esa tarea es más complicada que usar el pico y la pala.
No hay comentarios:
Publicar un comentario