domingo, 22 de noviembre de 2009

En Caracas

Juan Carlos Echeverri

El Tiempo, Bogotá

Noviembre 22 de 2009


No va a haber guerra. No debiera haber guerra. Nadie en sus cabales en Venezuela piensa, ni medianamente en serio, en el tema. Si la hubiera, sería una charada que no duraría cinco días, según un general en retiro venezolano, por la incapacidad física y logística de mantenerla. Los caraqueños no entienden cómo en la prensa colombiana se da crédito por un instante a semejante idea. Mientras allá todos los días ocupa titulares de prensa y sesudos análisis de especialistas, en los diarios venezolanos un eventual conflicto con Colombia sale en la parte inferior de la página ocho.

Esto no quiere decir que Colombia no tenga atrapada la atención de la gente de la calle. Pero en un sentido completamente diferente. Nunca, creo, se había experimentado tanta simpatía por las posibilidades de invertir, intercambiar y viajar a nuestras ciudades. Los mejores economistas venezolanos, reunidos en un foro para tratar el futuro de la economía, reafirman que el socio natural de Venezuela es Colombia, pues tenemos estructuras productivas complementarias. Lo opuesto sucede con Brasil o México, que son sustitutas de Venezuela, con lo cual una apertura al Mercosur la acabaría de quebrar.

Se ve la experiencia de Bogotá, pre-Polo, como la senda para imitar, tanto en intervenciones urbanas, como en manejo de transporte público, confrontación del crimen y programas sociales. Hay una inmensa preocupación por el deterioro continuo de la calidad de vida urbana, con sinnúmero de historias espeluznantes sobre atracos y secuestros. Las advertencias que eran pan de cada día en la Bogotá de los 70 y 80, y que han vuelto a aparecer en tiempos recientes, son ahora parte del kit de supervivencia del turista en Caracas. No salga a la calle, no tome taxi, no camine por tal sitio, no pare de noche en los semáforos, no cargue blackberry o, mejor, cárguelo porque si tiene otro celular se puede ganar una paliza.

Pero tal vez la característica más sobresaliente de las conversaciones con los caraqueños sea la constatación de una fuerza interior y una recursividad con las que se los ve enfrentar el día a día. Imaginé que iba a encontrar gentes derrotadas, apabulladas por una realidad distorsionada hasta la exasperación, llena de reglas absurdas, como el hecho de que en los colegios, excepto los internacionales, se haya cambiado la enseñanza del inglés por la del wayú, lengua aborigen, ni mucho menos ubicua en el país. Los imaginé amedrentados por un poder omnímodo, con visos de eternidad. En cambio, están en una búsqueda afanosa de supervivencia, tratando de organizar el maremágnum de la oposición. Hay coraje, aun cuando aún no se vea por dónde canalizarlo de forma eficaz.

La economía venezolana necesita, tanto o más que la colombiana, restablecer relaciones comerciales. Esto debe suceder tan pronto retorne la sensatez a la toma de decisiones; pero estará supeditado a los espinosos temas diplomáticos y de relaciones internacionales, trabadas por lo pronto en una anacrónica guerra fría en el norte de los Andes. La cortina de hierro que se quiere levantar en los mil trescientos kilómetros de frontera común, como todo en nuestras latitudes, no pasaría de ser un poroso velo de cafetín de pueblo, de los que separan el orinal de la barra.

Algo que sí ha logrado el presidente Chávez, señala un amigo caraqueño, es que los venezolanos adinerados estén dedicados a invertir en todo lo imaginable en Colombia; y que los profesionales y los obreros vean a nuestras ciudades como una alternativa viable para trabajar. Ciento ochenta mil venezolanos y trescientos mil colombianos, según datos de inmigración, han pasado este año la frontera sin la intención de regresar. Se los debe acoger, a estos y a muchos más, como ellos lo hicieron con los nuestros por cuarenta años y porque son una adición refrescante y vigorosa a nuestra sociedad y economía.

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