domingo, 8 de noviembre de 2009

Sobre la desigualdad

Alejandro Gaviria

El Espectador, Bogotá

Noviembre 8 de 2009

Ya es un lugar común decir que Colombia es uno de los países más desiguales del mundo.

Consuetudinariamente nuestros editorialistas traen a cuento los índices de desigualdad que muestran la brecha, el abismo dirán algunos, que separa a los ricos de los pobres. En la década anterior, la desigualdad aumentó en toda la región. En los países latinoamericanos, casi sin excepción, los de arriba vieron crecer sus ingresos mientras los de abajo percibieron un estancamiento (o una caída) en los suyos. En esta década, la desigualdad ha disminuido en muchos países, en Brasil, en Chile, en México, entre otros, pero ha seguido creciendo en Colombia. Antes al menos podíamos decir que el mal era generalizado; ahora, tristemente, parece ser exclusivo.

¿Qué explica el crecimiento de la desigualdad? Varios analistas nacionales, imbuidos en la jerga económica del momento, han tratado de liquidar la cuestión con una frase sonora. “El crecimiento de la economía colombiana —dicen— es pro rico, no pro pobre”. Pero esta frase, esta explicación encapsulada, explica muy poco, simplemente cambia un interrogante por otro. ¿Por qué —tendríamos que preguntar ahora— el crecimiento en Colombia beneficia más a los ricos que a los pobres?

Esta semana, un investigador de la Universidad Nacional propuso una hipótesis sugestiva. La filosofía del Gobierno —sugirió— parece estar resumida en una palabra: “Enriqueceos”. “Hoy tenemos —dijo— un país totalmente codicioso que lleva al índice de concentración del ingreso a niveles de 0,59, los más altos de América Latina”. La denuncia de la codicia está de moda. Ya Benedicto XVI había señalado, con afán reduccionista, con vehemencia papal, que “la codicia es la raíz de todos los vicios y de todos los males del ser humano y de la sociedad, y la responsable de la crisis económica mundial que estamos viviendo”. El moralismo, la indignación magnánima, el señalamiento de los codiciosos sirve, tal vez, para componer buenos sermones. Pero no sirve, ciertamente, para explicar los hechos de la economía.

El crecimiento de la desigualdad tiene muy poco que ver con la codicia de unos pocos o con el enriquecimiento de unos cuantos empresarios o finqueros. La explicación está en otra parte, en el comportamiento del mercado de trabajo, en el fracaso sistemático de las políticas de empleo. En Colombia, los trabajadores sin educación superior, pensemos en un bachiller recién graduado, están casi condenados a la informalidad laboral, al rebusque diario que incluye, en algunos casos, un subsidio estatal. Por el contrario, los trabajadores con educación superior, pensemos en un profesional típico, han visto crecer sus oportunidades laborales, han podido, en muchos casos, acceder a un empleo formal. En suma, el crecimiento de la desigualad es el resultado de la exclusión, cada vez mayor, de los trabajadores no educados del mundo del empleo formal, de los sectores modernos de la economía.

Así las cosas, la disminución de la desigualdad requiere una reorientación radical de la política económica: menos impuestos al trabajo, menos estímulos a la inversión, menos subsidios asistencialistas y probablemente más cupos universitarios. En últimas, la creciente desigualdad es el reflejo de la falta de oportunidades laborales y educativas, no de la codicia de unos cuantos pecadores patrocinados por un Gobierno piadoso.

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