Editorial
El Tiempo, Bogotá
Noviembre 9 de 2009
Hace treinta años, los científicos empezaron a entender los efectos dañinos que el dióxido de carbono (CO2) producía en la atmósfera. En estas tres décadas, la alarma producida por el calentamiento global generado por tales emisiones ha pasado a constituir una de las principales preocupaciones en la agenda de la comunidad internacional. Con la intención de avanzar en la solución de esta crisis, 192 países y 40 jefes de Estado se darán cita en Copenhague (Dinamarca) el próximo 7 de diciembre.
No pareciera haber mejor ambiente para lograr un nuevo acuerdo multinacional que el actual. Las críticas contra la validez científica de la elevación de las temperaturas del planeta por la emisión de CO2 han dado paso a un consenso internacional de expertos. La opinión pública global entiende cada vez más la necesidad de desarrollar energías más amigables con el medio ambiente y que la "economía baja en carbono" implicará un costo. China, el mayor productor de los gases efecto invernadero, viene poniendo en marcha políticas 'verdes' en sus industrias para mitigar las nocivas consecuencias ambientales de su crecimiento económico desbordado.
Hasta la posición estadounidense ha variado. De la radical oposición del gobierno republicano de George W. Bush incluso a reconocer la existencia de un desafío en el calentamiento global, la principal economía mundial ha pasado a una ley de control de emisiones, que la administración de Barack Obama tramita hoy en el Senado norteamericano. Sin embargo, las conclusiones de la última ronda de negociaciones previas a la cumbre de Copenhague, realizadas en Barcelona la semana pasada, invitan a pensar que este cambio de percepción no se traducirá en un nuevo acuerdo vinculante y más estricto, que remplace al desgastado Protocolo de Kioto.
Como en toda negociación internacional, priman los intereses nacionales, las desconfianzas mutuas y las rivalidades geopolíticas. Mientras
China e India, que responden por un cuarto de las emisiones de carbono del mundo, no aceptan siquiera la vigilancia de las Naciones Unidas para el cumplimiento de las reducciones futuras, y acusan a los países desarrollados de querer imponer acuerdos ambientales estrictos para frenar el vertiginoso ritmo de sus economías. Para el resto de las naciones subdesarrolladas, incluida Colombia, el interés está en el monto de recursos que los países industrializados estarían dispuestos a destinar a un fondo que pague a las sociedades pobres por dejar de emitir carbono.
Así que son pocas las esperanzas de que de Dinamarca surja un acuerdo estricto, con metas vinculantes y mecanismos de sanción de los infractores. La brecha entre países ricos y pobres, que limitó los alcances de anteriores pactos, sigue vigente. Ya voces importantes, como la del representante de los europeos, hablan de un "marco de acuerdo" que posponga por un año la definición de los topes y los porcentajes de reducciones y le dé tiempo a Obama para aprobar su ley. Parece más fácil que los científicos desarrollen las complejas tecnologías que mitiguen el cambio climático que los políticos firmen los acuerdos diplomáticos para compartir los sacrificios que este serio desafío global implica.
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