Fernando Londoño Hoyos
El Tiempo, Bogotá
Noviembre 5 de 2009
Quedaron atrás los discursos interminables, los desplantes, las promesas vagas y las mentiras piadosas. Diez años después de la posesión de Hugo Chávez como Presidente de Venezuela, al pueblo no le queda más remedio que afrontar su desoladora realidad.
Ese esfuerzo elemental de conciencia crítica debió hacerse hace mucho. Pero las masas enardecidas en las calles piensan muy poco. Mucho antes que Chávez, lo descubrieron Mussolini y Hitler, esos dos maestros insuperables en el arte de manejar las turbas.
La sicología de las masas es una materia apasionante de la ciencia política. Porque cuesta entender que una gente rica se deje arrastrar a los sótanos de la miseria sin intentar una protesta, sin dejar siquiera una constancia. Pero así pasan las cosas. Entre discursos baratos y gestos histriónicos, Fidel Castro trajo a los cubanos hasta los confines de la indigencia y sólo lo notaron los que tuvieron el valor de arrostrar los peligros de una mar embravecida antes que soportar los delirios de un megalómano detestable.
Pero ahora nuestro caso es la Venezuela de Hugo Chávez. La que sólo ha tenido espacio para oír discursos de la peor catadura, vestir camisetas rojas y vociferar consignas contra el imperio satánico, contra los ricos, contra los curas, contra los vecinos, contra todo el mundo. ¿Qué ha quedado después de todo eso?
Pues algo parecido a lo de siempre. Si en uno de sus últimos esfuerzos pedagógicos Castro enseñaba a los cubanos el uso de la olla arrocera, la última novedad de su grotesca tecnología, Chávez tiene que dar clase sobre cómo bañarse en tres minutos.
Por supuesto que no hay agua. Porque en diez años no hubo espacio para construir presas donde almacenarla en los veranos previsiblemente largos. Los cuasi infinitos recursos petroleros se fueron en apoyar elecciones de amigotes, en consentir robos de la "boliburguesía" y en un inconcebible carnaval de ineptitud e ineficacia.
Pero algún consuelo habrían de tener los venezolanos. Y es que su angustia no se limita a carecer de agua para bañarse, sino que tampoco tienen luz para trabajar, para cocinar, para combatir los calores insufribles con un poco de aire acondicionado. Porque en el país más rico en petróleo de todo este Continente, faltando el agua tampoco se construyeron termoeléctricas. Ni agua, ni luz. Es la combinación perfecta de males para desesperar a cualquiera, pero sobre todo el síntoma de un aterrador balance de esta sustitución de la administración pública por el folclor comunista en el poder.
No teniendo agua para bañarse ni energía eléctrica para sobrevivir en este siglo de la industrialización y la tecnología, a los venezolanos les quedará espacio para meditar en lo que les ha pasado. Y advertirán con horror que su producción petrolera se ha venido a pique. Que sus puertos, sus carreteras, sus aeropuertos son los de hace diez años, pero diez años más viejos. Que el suyo es el país de la mayor inflación de América y que el costo de vida terminará por asfixiarlos. Que ya no producen nada y que tienen que comprarlo todo si no quieren ver vacíos los estantes de sus mercados. Que de sus reservas internacionales nada queda y que de tanta fanfarronada solo aparecen en el balance unos aviones ultrasónicos que no sirven para atrapar al ladrón, al atracador, al asesino transeúnte, que son los únicos enemigos verdaderos en su dramática perspectiva de las cosas.
Venezuela está despertando de su larga pesadilla. Y aún entre la simplicidad de las masas chavistas, entenderán que no les falta agua por las piscinas de los ricos, ni luz por los aires acondicionados de los centros comerciales.
Y descubrirán que mientras gritaban en las calles se les robaron entero su país, el más rico de toda esta América.
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