sábado, 7 de noviembre de 2009

La columna de la lealtad

Martín Santiváñez Vivanco*

El Tiempo, Bogotá

Noviembre 7 de 2009

Era una noche oscura, la del 23 de febrero de 1981. En la soledad del Palacio de la Zarzuela, el Rey, Juan Carlos de Borbón, se enfrentaba a la historia. Un golpe de Estado amenazaba la joven democracia española, y el espectro de una era superada retornaba fiero y desafiante, dispuesto a recuperar por las armas aquello que le fuera arrebatado por la ley.

Fue en ese momento supremo en el que todo parecía perderse cuando la mano firme del monarca español supo conjurar el peligro y reconducir una situación límite, con lo que aseguró la libertad de su pueblo y el futuro de la Corona. Sin embargo, en aquel lance de honor y criterio, el Rey no estuvo solo. Un hombre, un gran hombre, Sabino Fernández Campo, por entonces secretario general de la Casa Real, lo acompañó desde el principio hasta el fin.

Aislados y luchando con los teléfonos, intentando frenar por todos los medios la escalada golpista, el Rey y Fernández Campo, los últimos baluartes de la democracia, emprendieron una ronda de llamadas a diversos jefes militares. De esta manera, trataban de detener la asonada rebelde iniciada con el asalto al Congreso de los Diputados, una maniobra audaz comandada por el teniente coronel Antonio Tejero. En medio de este fragor de inexactitudes, cuando todos eran sospechosos de todo, el general Juste Grijalba, que formaba parte esencial de la conjura, aunque mantenía sus escrúpulos disciplinarios, llamó a la Zarzuela y le preguntó a Fernández Campo si el general Alfonso Armada, cabecilla intelectual del golpe, había llegado ya al palacio real. Con esta pregunta, Grijalba, jefe de la División Acorazada Brunete, buscaba la certeza final, la prueba decisiva de que el golpe contra la democracia contaba, como Armada había sugerido, con el visto bueno del monarca. Si Armada comandaba la revuelta desde el Palacio, el golpe era del Rey, no contra él.

Tras la pregunta del general Grijalba, Sabino Fernández Campo, al darse cuenta de que algo raro sucedía, comprendió todo. Y no le tembló el pulso cuando, al responderle, liquidó las esperanzas palaciegas de los golpistas y pasó a la historia con una frase lapidaria, digna del bronce: "Ni está, ni se le espera". Grijalba, consciente de que el Rey no apoyaba a Armada y que jamás lo iba a recibir, guardó los tanques, se mantuvo en su sitio y le dio el tiro de gracia a la rebelión del 23-F. Así, Fernández Campo protegió a la Corona y ayudó a salvar la democracia. Esas intuiciones geniales, esos relámpagos históricos, son los que convierten a un simple mortal en parte de la leyenda de los pueblos.

Los latinoamericanos tendríamos que estar de luto. Sabino Fernández Campo, el Conde de Latores, Grande de España, ha muerto. Debemos extrañarlo no sólo porque fue un demócrata a carta cabal, sino también por su intenso, profundo y desinteresado amor por nuestros pueblos. Con su partida, hemos perdido a un amigo leal de Latinoamérica, un hombre convencido de la necesidad de fortalecer la hispanidad y la democracia continental. Mientras dirigía la Casa del Rey durante la transición española, un proceso tan difícil como ejemplar, promovió una diplomacia iberoamericana realista, capaz de unir en torno a la libertad lo que tantos demagogos populistas se afanan en destruir.

Latinoamérica necesita estadistas de la talla de Fernández Campo. Hay que mirarnos en el ejemplo del gran senescal del Rey. En una entrevista, hace muchos años, afirmó que le gustaría ser recordado por su capacidad de entrega y de servicio "a una institución, a un ideal y, en definitiva, a España". Nuestros políticos tienen que aprender que la primera lealtad es a la patria, no a una carrera incierta y coyuntural. Cuando ello se asume con gallardía, las puertas de la historia se abren de par en par.

Como presidente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Fernández Campo nunca dejó de preocuparse por los problemas que aquejan a nuestras sociedades, consciente del abismo al que a veces solemos asomarnos en nuestra torpe locura tropical. La 'potestas' debe ejercerse con miras altruistas, buscando la grandeza y la gloria de nuestros países, no la satisfacción de los pequeños apetitos de tantos tiranuelos de turno. "Si aplaudiera siempre al Rey, no cumpliría con mi deber", decía Fernández Campo. Menuda lección para esa corte de lacayos fronterizos que pululan alrededor de los caudillos filochavistas celebrando sus dislates, elogiando sus demencias y exaltando su poder.

Hace falta lealtad en nuestro continente. Hacen falta carácter y visión de futuro. La verdadera lealtad es la que practicaba con esmero ese apasionado de la fidelidad que fue Sabino Fernández Campo. Ser leal, para él, implicaba decir lo que sientes y "estar dispuesto a dejar tu puesto si lo que dices no gusta". Latinoamérica necesita de mujeres y hombres leales dispuestos a sacrificarlo todo por la integración continental, la libertad responsable y un sistema de gobierno que acabe con la pobreza y declare la guerra a muerte a la corrupción. Lealtad, lealtad al proyecto, al sueño latinoamericano y a la utopía indicativa. El ejemplo de Fernández Campo no sólo es válido para España. También es un referente para Latinoamérica.

Lo llamaban "la sombra del Rey". Para nosotros, al otro lado del océano, siempre será un faro, un referente, una columna. Una cariátide inmensa de todo lo bueno y grande que confluye en esa síntesis eterna que llamamos hispanidad.


* Miembro de la Academia Peruana de Ciencias Políticas y de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de España

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