Fernando Toledo
El Tiempo, Bogotá
Noviembre 7 de 2009
En cualquier recoveco del cementerio parisino de Père Lachaise, a la sombra de alguna dama que llora desde la cúspide de un mausoleo lagrimones art nouveau, es inevitable encontrarse con uno de esos amigos que nos han cambiado la vida a través de las notas de un nocturno, de las pinceladas que dejaron o de las páginas leídas y vueltas a leer. En el recinto aguardan la resurrección de los muertos Proust, Chopin, Wilde, Colette, Abelardo y Eloísa; la Piaf y la Bernhardt; el príncipe de Godoy, Balzac, Becaud, Molière, La Fontaine, Apollinaire, De la Croix y Modigliani, entre una lista casi interminable de personajes entrañables.
Hasta hace poco, no sabía que allí estaban los restos de don Rufino José Cuervo, uno de los más reconocidos filólogos del idioma. Gracias a las indicaciones de Elvira Cuervo, ex ministra de Cultura y descendiente del erudito, me tropecé, en una tarde entre luminosa e inundada, con la grisalla del otoño, con una tumba conmovedora para todos aquellos que consideramos la lengua como una auténtica e insoslayable patria. La sepultura se halla en la División 90, no muy lejos de una sosegada avenida, en el vértice de la colina que ocupa la necrópolis. El nombre de Cuervo y la fecha de la muerte están casi borrados por el musgo, la humedad y el tiempo. Lo propio ocurre con el sarcófago de su hermano Ángel, que está al lado.
Una pista inequívoca, para quien quiera ir, es que escudriñe detrás del hipogeo de Henri Chassin, un alcalde del XX arrondissement cuyo busto, como una piedra miliaria, orienta la búsqueda. Los enterramientos de los dos compatriotas se hallan, para más señas, al lado de una señora Mariana Posada, cuyo nombre parece salido del gotha chapineruno. Resulta, sin duda, muy emocionante toparse con un colombiano tan distinguido en un ámbito tan lleno de paradigmas. Al instante se reflexiona en la justicia de que haya encontrado el descanso eterno en una suerte de parnaso al cual perteneció por derecho propio.
No obstante, sería de esperar que en el par de sepulcros, vetustos y abandonados, por lo menos los nombres de don Rufino y de su hermano Ángel fueran legibles. Quizá sea cuestión de que, con pocos centavos, la embajada de Colombia en Francia se ocupe del asunto y consiga, amén de la restauración de los cenotafios, que en la guía del cementerio figure el nombre de un personaje cuya importancia para el castellano, y para el país, está fuera de discusión.
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