Editorial
El Mundo, Medellín
Noviembre 1 de 2009
La mayor contribución para evitar que se cumpla el deseo de quienes podrían intentar someter a Colombia a un juicio internacional la debe ofrecer la propia justicia nacional.
Porque el país guardaba la esperanza de adelantar procesos de paz con los grupos terroristas, en 2002 el Gobierno Nacional decidió hacer uso de las facultades del artículo 124 del Estatuto de Roma, que dio vida al tribunal, para aplazar hasta por siete años la vigencia de la jurisdicción de la Corte Penal Internacional en crímenes de guerra cometidos en el país. Con el vencimiento de ese plazo de gracia, todo acto criminal de esa condición cometido en territorio colombiano y no juzgado por las instituciones nacionales podría ser juzgado por ese organismo, siempre que se demuestre que la falta de juicio se debe a ineptitud o falta de voluntad.
La posibilidad de la intervención de la justicia internacional para evitar la impunidad en los crímenes de guerra, los de lesa humanidad y los genocidios, da a las víctimas garantía de que esos delitos serán juzgados. Como es lógico, somos partidarios de que la justicia colombiana aboque esos casos, lo que no impide reconocer la conveniencia de contar con la garantía que da la eventual jurisdicción supranacional. Aunque compartimos el escepticismo de nuestro columnista Néstor Raúl Correa sobre la posibilidad de que las Farc o el Eln modifiquen su condición narcoterrorista por temor o respeto a esta jurisdicción, consideramos que la consolidación de la CPI hace más difícil que la opinión pública internacional siga viendo con alguna complacencia los crímenes de la guerrilla.
Aunque es un organismo diseñado para suplir las falencias de instituciones que no funcionan por incapacidad de los Estados o desidia de las autoridades, la CPI también puede ser aprovechada por los activistas de extrema izquierda para convertirla en arma de ataque a los gobiernos democráticos. En ese orden de ideas, vemos necesaria la campaña emprendida por la Embajada de Colombia en Holanda para informar a los colombianos sobre las potestades y límites de la Corte, a fin de evitar que florezcan las presiones de aquellos que buscan algún resquicio para vincular a Colombia a procesos penales como los que enfrentan países con instituciones débiles y gobiernos criminales, como Sudán, Uganda, Somalia o el Congo.
La información sobre la CPI contribuirá a dar claridad a los activistas de derechos humanos que quieren aprovecharla para hacer visibles sus nobles causas y luchar porque el mundo tome conciencia de la gravedad de los delitos que cometen las guerrillas colombianas. Aunque esos organismos presentan exigencias legítimas por el cese de los actos contra los Convenios de Ginebra y por el fin de la impunidad en delitos como el secuestro, la siembra de minas antipersonas o las masacres, su apresuramiento en apelar al tribunal internacional para que asuma casos que están en proceso de juicio en Colombia no sería procedente y más bien podría llegar a ser contraproducente para las nobles causas que representan.
En la otra orilla de las organizaciones con vocación realmente humanitaria se ubican los grupos de activistas políticos que usan el disfraz de defensores de derechos humanos para divulgar su propaganda contra las instituciones colombianas, en estrategia con la que han tenido tanto éxito en Europa que todavía en Suecia, Noruega, Suiza y aun en Francia, entre otros, existen amplios grupos confundidos sobre la realidad colombiana y el carácter de los narcoterroristas que han logrado engañarlos. Como avizoramos la campaña de los agentes de la guerrilla para convertir a Colombia en reo de ese tribunal, confiamos en que el Gobierno haya dispuesto las defensas necesarias mediante acciones coordinadas por la Cancillería y entendemos la confianza del embajador Francisco Lloreda en la capacidad de control de la institución sobre las denuncias que le presentan y en el rigor del fiscal Luis Moreno Ocampo, como bases sobre las cuales es posible garantizar la comprensión de que nuestro país tiene instituciones judiciales maduras, de un nivel de versación jurídica y diligencia procesal mucho más alta que la mayoría de los africanos y del Asia continental.
Aunque la pedagogía dentro del país y la presteza de la Cancillería para evitar sorpresas por cuenta de los juicios en la CPI son fundamentales, la mayor contribución para evitar que se cumpla el deseo de quienes podrían intentar someter a Colombia a un juicio internacional la debe ofrecer la propia justicia nacional, que tiene en sus manos los casos fundamentales con los que los grupos extremistas aspiran a redondear su tarea de desprestigio del país y su gobierno y a crear un clima político que favorezca su interés de derrumbar el orden democrático de la Nación. En ese orden de ideas, pues, el llamado principal es a la Fiscalía y los jueces para que pongan en primer lugar de su interés la investigación y sanción de los casos más graves de crímenes de lesa humanidad y de guerra que ya han abocado y que podrían abordar en el futuro.
Desde hoy, Colombia puede disfrutar de los beneficios de un organismo concebido por la ONU como pilar de su tarea de construcción de la paz mundial. Aunque mantenemos nuestras reservas sobre el funcionamiento de una institución que tiene alto riesgo de ser asaltada por los burócratas internacionales de extrema izquierda, tenemos la esperanza de que el compromiso de velar porque se haga plena justicia en todo el mundo guíe a la CPI y sus miembros. Amanecerá y veremos.
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