Editorial
El País, Cali
Noviembre 07 de 2009
En el acto de celebración de los 20 años de la caída del muro de Berlín, la canciller alemana Ángela Merkel habló sobre la necesidad de acabar con los “otros muros” que separan las naciones y desunen los pueblos. Y aunque ella parecía referirse más a las barreras de tipo mental que aún subyacen en los dirigentes de muchos países, lo cierto es que en diversas partes del mundo todavía existen muros físicos.
El listado es impresionante, aun restringiéndose a los más largos y significativos: Estados Unidos, Cisjordania, Irlanda del Norte, las dos coreas, Arabia Saudita, Brasil, Sahara Occidental, Bostwana, Chipre, Paquistán e India, Irán, España, Kuwait y Uzbekistán son naciones en las que se han erigido barreras de distinto tipo, en muchos casos reforzados con minas antipersonales y que atienden a los propósitos más diversos.
Razones de tipo religioso, como sucede en Irlanda del Norte, dividiendo a la ciudad de Belfast; de tipo político, como en Cisjordania, segregando a los palestinos de las tierras ocupadas por Israel; de tipo económico, como entre Estados Unidos y México, para detener el contrabando y la emigración ilegal, o por motivos de seguridad, como sucede en la frontera entre Kuwait e Iraq, erigido luego de la invasión a Kuwait por Saddam Hussein. Esos son los motivos que explican estas barreras artificiales. Todo un absurdo en un mundo cada vez más globalizado.
Resulta sorprendente que, luego del fracaso del muro de Berlín, el más conocido por ser una especie de barrera en la frontera entre el capitalismo y el comunismo, el planeta aún se empeñe en mantener otros muros, pese a que han demostrado ser inútiles. Y entre ellos se destaca uno del que muy poco se habla, erigido por Marruecos en el Sahara Occidental hace 20 años, que, con una extensión de 2.720 kilómetros, es la segunda muralla más grande del universo, después de la china.
En términos generales, al igual que el muro de Berlín, lo que estas barreras pretenden es detener el flujo de personas entre unas regiones y otras, aduciendo toda clase de pretextos, incluido el de la salud pública, como sucede en el caso de Bostwana, que argumenta la contención de la aftosa, pero que en realidad busca impedir el ingreso de trabajadores de la vecina Zimbabwe.
Las barreras van en contravía de la historia, precisamente porque tratan de evitar las corrientes migratorias que a lo largo de los tiempos han sido una importante fuerza de cambio cultural, desarrollo económico y solidaridad humana. Ni Estados Unidos ni España ni Israel serían lo que hoy son sino hubieran contado con los aportes culturales, de fuerza de trabajo y de deseos de superación de ciudadanos llegados a sus territorios, por centenares de miles y aun por millones, procedentes de distintas partes del mundo.
Tal parece que la lección entregada por los berlineses hace 20 años, cuando con sus propias manos echaron por tierra lo que se llamó con justicia “el muro de la infamia”, no ha sido cabalmente entendida, incluso en sociedades avanzadas y que cuentan con una ciudadanía conocedora de la historia. Es una pena, pero así es.
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