Carlos Humberto Quintana
El Tiempo, Bogotá
Noviembre 11 de 2009
Italia está indignada con la reciente decisión de la Corte Europea de Derechos Humanos que sugiere la remoción de crucifijos de las escuelas públicas. Una decisión cuya lógica condena la exhibición de este símbolo religioso en las aulas de clase, por considerarlo contrario al pluralismo educativo que las sociedades democráticas de la Unión Europea se han comprometido a construir. Con la excepción de un par de representantes comunistas, todo el estamento político italiano ha esbozado un sentimiento de indignación frente a la decisión de la Corte. Las críticas frente a dicho fallo denuncian una violación de la cultura, la identidad y la tradición del pueblo italiano.
Es indiscutible que el catolicismo ha jugado y juega un papel fundamental en la construcción cultural del pueblo italiano. Sin embargo, una cosa es la tradición e identidad cultural de un pueblo y otra muy diferente es el carácter laico que debe revestir un sano Estado de derecho. La única forma efectiva de proteger y avanzar el carácter pluralista de una democracia es a través de un Estado secular ajeno a elementos excluyentes como el religioso. La decisión de la Corte es acertada y la reacción de las voces públicas italianas refleja el oscurantismo que define a la Italia de hoy.
No me refiero a un oscurantismo que nace del simple hecho de salir en defensa de una religión como símbolo de identidad nacional, sino a un oscurantismo que, a expensas de dicha defensa, rechaza abiertamente el pluralismo democrático que sólo puede otorgar un estado auténticamente laico. La respuesta de la sociedad italiana a la decisión de la Corte no sorprende, sobre todo teniendo en cuenta la creciente xenofobia que se vive en este país. En un mundo en el que la globalización ha generado más miedos que oportunidades, la indignación italiana tiene mucho que ver con el temor que diversas sociedades muestran hoy en día frente a los cambios de nuestro tiempo, frente a la mezcla de culturas y frente a la promoción de ideas que hace tan esencial el fortalecimiento de gobiernos seculares en nuestro siglo.
Renunciar al fortalecimiento de un estado laico es renunciar al progreso. Peor aún si se renuncia a dicho progreso a expensas de abrazar los principios intransigentes que se encuentran en todas las religiones del mundo. Este oscurantismo de la clase política italiana (y una buena parte de su sociedad) es cínico cuando se ofende con la idea de remover crucifijos de los salones de clase, pero no responde de la misma forma frente a hechos verdaderamente trascendentales para el país.
Qué bueno sería que los italianos se ofendieran de la misma forma con los espectáculos bochornosos con los cuales Silvio Berlusconi y la clase política italiana han definido el estamento público de este país. Qué bueno sería que se ofendieran con la misma fuerza frente a la falta de oportunidades que este país les ofrece a sus jóvenes. Qué oportuno sería que los italianos se ofendieran de la misma forma cuando ven en televisión la forma despiadada en la que la Camorra asesina en las calles de una ciudad como Nápoles, que desde hace tiempo se acostumbró a vivir con una criminalidad amparada por la negligencia del Estado.
Lo cierto es que este tipo de oscurantismo, inerte y desequilibrado en sus reacciones, no es exclusivo del pueblo italiano. El mundo entero se ha ido dirigiendo peligrosamente hacia la consolidación de sociedades dominadas por elementos radicales que, apelando a la protección de nocivos seudonacionalismos, están logrando consolidar agendas simplistas y excluyentes dominadas por el temor a confrontar un mundo global. El gran riesgo de dicho curso se produce cuando la gente, en aras de defender estos falsos nacionalismos, altera su juicio moral. Es claro que cuando los republicanos en Estados Unidos defienden la tortura, la derecha en Europa promueve la xenofobia, o el radicalismo iraní niega el Holocausto, las cosas en el mundo van por mal rumbo.
Después de casi una década de este nuevo siglo XXI, nos encontramos en una coyuntura que poco tiene que ver con el renacimiento que soñábamos ver con el cambio de milenio. Mientras el temor a construir un mundo global continúe siendo parte de agendas políticas alrededor del mundo, asistiremos a la consolidación de un nuevo oscurantismo, del cual nada bueno podremos esperar.
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