lunes, 22 de marzo de 2010

Después de Copenhague

Mario Calderón Rivera

La Patria, Manizales

Marzo 21 de 2010

Después de la ruidosa Cumbre de Copenhague pareció venir el silencio. Muchos medios de opinión se apresuraron a calificar de fracaso un encuentro en el que se tenían forjadas grandes esperanzas. Sin embargo, pareció haber un consenso en que ese gran encuentro había desatado un proceso con nuevas características medianamente esperanzadoras. Fue evidente, al menos, que la perspectiva con que la comunidad mundial se aproximó al tema del calentamiento global y del cambió climático, tuvo condicionamientos más apremiantes que los que dieron forma al Protocolo de Kyoto y a su interminable camino hacia su ratificación por las naciones más contaminantes.

Resultó claro que la Cumbre sirvió de caja de resonancia para mostrar nuevas evidencias físicas y comprobaciones científicas sobre la magnitud del cambio ecosistémico global. Estados Unidos y China, como los responsables de más del 40% de las emisiones, por primera vez se vieron la cara y comenzaron a desatar el nudo de sus propias responsabilidades. Y todo ello gracias al gesto audaz de Barack Obama, quien no sólo tomó la decisión política de viajar a Pekín, sino que fue capaz de mostrar en Copenhague una actitud diferente a la de la cínica displicencia con que el presidente Bush (padre) llegó a la Cumbre de la Tierra en 1992.

Obama arribó a la capital de Dinamarca en el momento mismo en que tambaleaban todas las posibilidades de lograr un acuerdo. Y con singular inteligencia consiguió romper el hielo y reunir a China, Brasil, India y Suráfrica para impulsar una fórmula que finalmente logró un virtual consenso. Nunca Estados Unidos jugó un papel con tanto sentido para el futuro del planeta. Allí, sin que mediara todavía un compromiso con fuerza vinculante, sí se vio por primera vez la expresión de voluntad sobre acciones concretas, aunque todavía condicionadas por el recelo de las partes. Y no sólo con relación a la reducción de sus propias emisiones, sino también con respecto a la creación de un fondo de US$100.000 millones de dólares para contribuir al esfuerzo de países en desarrollo.

Un repaso tranquilo de lo que ha venido sucediendo casi silenciosamente parece indicar que el debate nunca terminará. Por un lado, un sector amplio de la comunidad científica mundial que no guarda duda sobre los factores determinantes, con el uso de los combustibles fósiles, la deforestación y la pérdida de biodiversidad a la cabeza. A esta corriente de pensamiento se enfrentan otros científicos respetables, alentados de alguna manera por sectores del gran establecimiento industrial que se nutre de los combustibles fósiles. Una actitud comparable a lo que la industria del tabaco continuó asumiendo cuando la ciencia demostró la evidencia en la relación del cáncer con el cigarrillo.

Según un documento del Instituto Tecnológico de California (CALTECH), en vísperas de la Revolución Industrial la concentración de CO2 en la atmósfera era de aproximadamente 280 partes por millón. Y en ese nivel aproximado se había mantenido por cerca de 10.000 años. La era industrial desató un proceso de incremento en ese factor, especialmente a partir de una industrialización acelerada -basada en el carbón, el petróleo y el gas- después de la segunda guerra mundial. Hasta el punto de que en 2007 ese nivel de concentración era de 384 partes por millón y mostraba una tendencia de aumento por encima de dos puntos anuales. A este ritmo, a fines del presente siglo, como una especie de signo apocalíptico, la atmósfera terrestre se estaría aproximando a un punto en que la vida de la especie humana, en primer lugar, y de una buena parte de las demás especies vivas sobre la tierra, comenzarían a no ser viables. Como sucedió, precisamente, con la llamada quinta extinción hace 65 millones de años, cuando la concentración de CO2 en la atmósfera se aproximó a las 1.000 partes por millón. Se daría entonces la primera extinción provocada por el hombre.

El gran reto implícito en el camino que comenzó a abrirse en Copenhague, está en hacer frente al cambio de fuentes energéticas, simultáneamente con la preservación de la seguridad alimentaria, que supone también nuevos rumbos en la agricultura mundial. Con las tendencias actuales, la población de la tierra para 2050 estará rebasando la cifra los 9.000 millones, lo cual supone incrementar en un 70% el producto agrícola actual y enfrentar un gigantesco reto cuantitativo y tecnológico que neutralice el impacto que el modelo agrícola mundial representa hoy en el cambio climático.

Falta todavía afilar instrumentos. Pero, sobre todo, conseguir que Estados Unidos, China y la potencias emergentes como Brasil y la India, logren convertirse en las locomotoras de esta empresa que para muchos tiene las características de una nueva Arca de Noé. Barack Obama, hay que reconocerlo, es el líder con más carisma y convicción, pero increíblemente el más maniatado por su propio establecimiento político-industrial encarnado en la extrema republicana.

La posición de China es harto paradójica. Por un lado y con razones comprensibles, se niegan siquiera a pensar en adoptar medidas que signifiquen colocarse por debajo de un crecimiento del 10% anual que han mantenido durante los últimos 20 años. Sin embargo, como se deduce de informes recientes, todo indica que comienzan a marchar en una dirección que claramente busca compatibilizar ese ritmo con un cambio en el modelo energético. El Plan Quinquenal 2006-2010 tiene una consigna: “hacerse verde es glorioso”. Y su prodigioso instinto creativo se resume en la frase de un científico en energías limpias citado por Thomas Friedman: “China está dejando de copiar y está empezando a crear. La última vez que a los chinos les dio por ponerse creativos, inventaron el papel, el compás y la pólvora”.

En el contexto anterior, la próxima Cumbre de la Tierra, ya acordada para 2012 en Río de Janeiro, servirá para medir el sentido de supervivencia que aún le queda a la especie humana.

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