Por Moisés Wasserman
El Tiempo, Bogotá
Junio 21 de 2009
En una actitud autoprotectiva, pero no sé si responsable, había decidido no hacer comentarios sobre el INS ni sobre las circunstancias que han conducido al deterioro en que parece encontrarse. Trataba de protegerme del dolor que causa ver en mal estado el lugar donde trabajé como investigador durante más de 20 años: una institución insigne, fundamental para el país y de reconocida trayectoria histórica.
Fui su director entre 1996 y 1998. Era entonces una institución sólida, deliberante y con un buen potencial científico; con una producción importante de vacunas y biológicos estratégicos, y con una amplia y muy respetada presencia en las comunidades científicas y de salud pública en el país y el exterior. En 1997 celebró sus 75 años como uno de los institutos de Salud de mayor complejidad del subcontinente; recibió
Rompo con esa promesa de silencio porque he leído en la prensa explicaciones simplistas que me parecen incorrectas y que podrían perpetuar y agravar la situación. Un diagnóstico equivocado podría terminar en que se acuda a los mismos que generaron los problemas y que probablemente recetarán como remedio una dosis adicional del mismo tóxico. Se plantea en esos artículos y editoriales de la prensa que el problema radica en que el INS fue invadido por la politiquería. Es una explicación aceptada por muchos, porque les hace la vida fácil. Nadie resulta en últimas responsable porque la politiquería es un ente abstracto condenable y condenado por todos, empezando por los politiqueros. Yo pienso que la politiquería es apenas un síntoma, no la causa de la enfermedad.
En el INS se planteó un falso dilema, que fue muy mal resuelto (el Instituto Oswaldo Cruz, en Río de Janeiro, muy parecido al INS en algún momento, lo resolvió muy bien y es hoy ejemplo en América Latina). La confrontación se dio entre quienes querían ver al INS como un centro independiente de investigación y generación de conocimiento sobre problemas fundamentales de salud, y quienes querían verlo como una institución al servicio de la salud pública y brazo técnico del Ministerio de Protección Social. En aquel libro de historia, comentaba yo en la introducción que había un divorcio innecesario entre esas dos tendencias, cada una con una gran carencia. La investigación científica le aportaba seriedad, respetabilidad e identidad al Instituto. Todo el mundo lo conocía entonces como un centro de investigación y su importancia se reflejaba en la de los nombres de sus investigadores, en sus proyectos y publicaciones y en su posición en las comunidades científicas nacional e internacional. Sin embargo, en su relación con el Gobierno (y para fines presupuestales) el único argumento que parecía darle legitimidad era su capacidad para actuar en Salud Pública, su posible "utilización" inmediata.
Llamé en ese escrito a trabajar para que se lograra un reconocimiento de la legitimidad de la investigación científica y, por otro lado, que se fortaleciera la identidad que tenía como ente de referencia y control superior en salud pública. Identidad que no podía construirse sin un alto nivel de independencia. Apenas natural que el organismo de referencia y control sea independiente de aquel que genera las políticas que debe evaluar.
Infortunadamente prevaleció en administraciones y ministerios posteriores la teoría muy equivocada de que el Instituto podía ser referencia sin investigación o con una investigación de perfil bajo, apenas operacional. Torpe e ingenuamente se consideró que la calidad de ente de referencia se puede lograr por un acto administrativo y no que deriva de un reconocimiento académico. La calidad de referente autorizado le duró al Instituto el tiempo que tardó en gastar el capital de prestigio acumulado durante los años anteriores. Sus científicos fueron abandonando gradualmente, buscando en otros lugares independencia intelectual, condición sine qua non para que su actividad fuera posible.
Un manejo sensato hubiera entendido que a las políticas de salud les conviene un control y un seguimiento independiente y de alto nivel; que al país le sirve una producción de vacunas estratégicas (se vio claramente en crisis que hubo los últimos años por falta de vacuna de fiebre amarilla en una oportunidad y de sueros antiofídicos en otra, productos que antes se exportaban a países vecinos en sus emergencias) y que es necesario un Instituto del más alto nivel académico, centro de investigación científica en salud.
El problema, en mi opinión, no fue el ingreso de la politiquería. Fue la consolidación de la cultura del atajo y del menor esfuerzo. Una cultura que dice que podemos convertirnos en referencia, en autoridades científicas y técnicas mediante un nombramiento y no por conocimiento, por méritos, y por una labor rigurosa de muy largo aliento.
* Rector de
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