Editorial
El País, Cali
Marzo 01 de 2010
Desde la captura del llamado ‘canciller de las Farc’ en Venezuela, las relaciones de Colombia con su vecino han entrado en un maremágnum de oscilaciones en el que todo parece depender de la personalidad ciclotímica del presidente Hugo Chávez.
Desde el principio, Chávez convirtió el tema de las relaciones con Colombia en un asunto personal, dejando de lado los canales diplomáticos, lo mismo que las comisiones bilaterales que, durante años, han venido trabajando en los temas álgidos de límites territoriales y marítimos, integración en la zona fronteriza y desarrollos de acuerdos comerciales. Sabiendo que el de las relaciones con Colombia es sensible en la opinión pública venezolana, ha tratado de utilizarlo a su favor, de acuerdo a como él perciba los sentimientos de la ciudadanía de su país con respecto a su propio gobierno.
Si el Presidente bolivariano considera que lo conveniente es lanzar una bravata porque eso le dará réditos en su favorabilidad, no tiene empacho en ordenar a sus tanques y tropas, de manera pública, que “marchen hacia la frontera”. O, en otros casos, de calificar a su homólogo colombiano de “mafioso”, “peón del imperio”, “jefe del paramilitarismo” y otras lindezas por el estilo.
Pero también, en sentido contrario, si percibe que la marea de la opinión se inclina por el mantenimiento de las buenas relaciones, tampoco tiene empacho en hablar de “mi amigo Uribe”, como lo hizo en Bogotá cuando éste lo nombró mediador ante las Farc. Es una actitud que desconcierta, aunque si se le mira con mayor cuidado, puede entenderse que obedece a un patrón que depende, en lo esencial, de las buenas o malas relaciones del Gobierno venezolano con sus ciudadanos.
Es un poco de eso mismo lo que acaba de suceder en la Cumbre de Cancún y en los días posteriores a ella. Ante el justo reclamo de Álvaro Uribe por el embargo comercial a Colombia, durante un almuerzo privado, Chávez lo acusó en forma destemplada de enviar paramilitares a matarlo, no dejándole otra posibilidad a Uribe que la de una respuesta enérgica. Luego, pasado el incidente, Chávez varió el tono y ha manifestado que es necesario “pasar la página” de aquel desencuentro, omitir la “agresión personal” en las relaciones entre los dos países, y abrir caminos de diálogo para sentarse “como caballeros a conversar, a discutir bien”.
¡Sorprendente! Ahora, quien ha convertido las relaciones entre los dos países en un rifirrafe de insultos, llama al diálogo caballeresco, casi dando a entender que el rufián es la contraparte. Pero no nos engañemos. Este nuevo giro es apenas la consecuencia de las difíciles circunstancias por las que atraviesa el pueblo venezolano y del descontento general que se percibe en el hermano país con el estilo atrabiliario de su Presidente, lo mismo que su demostrada incompetencia para manejar los destinos de Venezuela.
Su petición de diálogo simplemente busca maquillar su naturaleza de matón de barrio y ganar algún beneplácito en el Gobierno colombiano para resolver los problemas de los apagones en Venezuela, entre otras cosas. No hay que creerle al lobo cuando se viste con piel de oveja. Algo trama.
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