lunes, 15 de marzo de 2010

Dos norteamericanos ignorantes

Santiago Montenegro

El Espectador, Bogotá

Marzo 15 de 2010

A raíz del fallo de la Corte Constitucional sobre el proyecto del referendo, se ha dado un interesante debate sobre la naturaleza de la democracia colombiana.

Además de la calidad y del tipo de democracia que tenemos, otra dimensión que ha tomado la discusión hace referencia a su edad. ¿Tenemos una democracia joven, que comenzó sólo con la Constitución de 1991? O, ¿tenemos democracia desde los albores de la República, después de las guerras de Independencia? En un artículo sobre el fallo de la Corte en el Washington Post, Robert Kagan y Aroop Mukhariji, miembros del Carnegie Endowment for International Peace, al tiempo que celebran la muerte del referendo reeleccionista y exaltan la vitalidad de la democracia colombiana, la definen como “naciente” y “joven”. A esta afirmación, Eduardo Posada Carbó respondió en su columna de El Tiempo que, en muchos aspectos, nuestra democracia puede ser joven, pero les recuerda que aquí se adoptó el sufragio universal masculino en 1853, mucho antes que en los Estados Unidos, y muestra cómo nuestra democracia es aun más antigua en su dimensión liberal, en lo que tiene que ver con los límites y contrapesos entre unos poderes y otros. En este sentido, menciona cómo, muy temprano, en 1836, el presidente Santander se opuso a que sus seguidores cambiasen la Constitución para permitirle un segundo mandato consecutivo o cómo, desde 1886, la Corte Suprema de Justicia ejerció el control constitucional. Por su parte, Tulio Elí Chinchilla, en su columna de El Espectador del pasado viernes, cuando invita a celebrar la Constitución de 1910, resalta que hace ya un siglo que se perfeccionó esa jurisdicción constitucional como un sistema de garantía que confió la defensa de la Carta al más alto tribunal contra los excesos del gobernante y del legislador. Según Chinchilla, la creación de este tribunal constitucional fue algo completamente original y hasta se adelantó en diez años a la Constitución austriaca, inspirada en las ideas de Kelsen.

Pero el carácter liberal de nuestra democracia se refuerza cuando recordamos que Colombia sobresale en el concierto de naciones como un país de regiones fuertes y relativamente autónomas, en uno de los territorios geográficamente más quebrados del mundo que ha fragmentado a los partidos y grupos políticos, a los conglomerados sociales, a los sectores económicos y, en general, a la población, no sólo en distancias, sino también en pisos térmicos muy diversos que han dado lugar a un país con diversas culturas y variadas formas de vestir, de comer y de hablar el castellano y otras lenguas autóctonas. Al tiempo que dicha fragmentación geográfica y regional ha tenido costos para consolidar grandes proyectos nacionales, también ha fragmentado el poder y, así, se ha constituido en una barrera formidable contra proyectos políticos hegemónicos y autoritarios y ha sido una base objetiva sobre la que se consolidó nuestra tradición jurídica liberal.

Si hubiesen estudiado todos estos factores, los analistas norteamericanos quizá no estarían tan sorprendidos del fallo de la Corte Constitucional. Lo hubiesen encontrado consistente con una historia de un país que ha sido extraño a las dictaduras militares y a los caudillismos que han caracterizado a tantos otros países de la región y también consistente con una larga tradición de jefes de Estado que se han visto obligados a acatar las decisiones de las cortes. Pero, desde otro punto de vista, no es de extrañar esa mezcla de sorpresa e ignorancia que manifiestan los dos analistas norteamericanos. Entre nosotros también abundan muchos comentaristas y académicos que ignoran o desprecian esa vieja tradición jurídica de Colombia. Pero, por supuesto, nunca es tarde para aprender.

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