Manuel Rodríguez Becerra*
El Tiempo, Bogotá
Enero 24 de 2010
El inicio de una lucha efectiva contra la destrucción de los bosques es el más positivo resultado de la reciente Conferencia de Copenhague, así debamos reconocer que la Cumbre fundamentalmente fracasó al no haber adoptado todas las medidas requeridas para combatir el cambio climático.
Ya existe el acuerdo político para poner en marcha el mecanismo para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero como consecuencia de la deforestación y degradación (REDD, por su sigla en inglés).
Mediante él, los países desarrollados se comprometen a otorgar a los países en desarrollo recursos económicos para evitar la deforestación eminente, proteger los bosques en pie -incluyendo los ubicados en los parques nacionales y en los territorios indígenas-, restaurar bosques degradados, y reforestar.
En reciente reunión del Grupo de Expertos Consejero de la Estrategia de Bosques del Banco Mundial, del cual hago parte, se subrayó que una vez REDD se ponga en funcionamiento los recursos asociados podrían alcanzar un monto de 6.000 millones de dólares anuales en su primera etapa.
La motivación para establecer este mecanismo es obvia: la deforestación causa el 18 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero. REDD no es, entonces, una graciosa dádiva del norte al sur, sino el pago de un servicio ambiental clave para luchar contra el cambio climático (mantener el carbono secuestrado e incrementar su captación), en particular a países que aún cuentan con amplias extensiones de bosque, como Colombia.
Además, es imperativo proteger los bosques para asegurar la prestación de otros servicios esenciales para la estabilidad ambiental y la satisfacción de necesidades humanas básicas, como la regulación del ciclo del agua, la conservación de las especies de flora y fauna, la oferta de alimentos, fibras, maderas y otras materias primas básicas, la protección contra la erosión y la provisión de medios de vida para más de 1.000 millones de habitantes.
El presidente Álvaro Uribe reiteró en Copenhague que Colombia está comprometida con la protección de su actual cobertura forestal, que cubre aproximadamente el 50 por ciento de su extensión, y resaltó que como medio fundamental para lograrlo el país cuenta con una política que ha sacado del comercio el 40 por ciento de la tierra, y que está representada en los resguardos indígenas, las propiedades colectivas de las comunidades negras y los parques nacionales.
Sin duda, esta es una de las políticas más audaces de conservación del bosque tropical en el globo y, como lo recordó el mismo presidente Uribe, es el producto de determinaciones tomadas por gobiernos anteriores, en particular durante la administración del presidente Virgilio Barco y mediante la Constitución de 1991.
Infortunadamente, es una política que arriesga a quedarse en la retórica y en el papel puesto que la integridad de las extensas y ricas selvas de la Amazonia y del Chocó, así como de los bosques aún existentes en la cuenca del Orinoco, está hoy más amenazada que nunca como producto de megaobras injustificadas (ejemplo: las carreteras Las Ánimas-Nuquí y del Tapón del Darién, en el Chocó), de la política de inversión extranjera que avizora al territorio nacional como una gran guaca minera y petrolera en toda su extensión, y de la reconquista indiscriminada de los Llanos Orientales para la producción agroindustrial a gran escala, sin tomar en consideración las restricciones propias de su rica, pero vulnerable, oferta ambiental.
Llegó la campaña presidencial y los candidatos, de hoy y de mañana, deberían aclarar al país qué diablos se proponen hacer para detener la deforestación, conservar nuestras ricas selvas y reforestar y restaurar las amplias extensiones de las regiones andinas y de las planicies del Caribe, cuyos bosques han sido inclementemente arrasados.
Y llegó la hora de los bosques del mundo, y Colombia tiene en REDD una excepcional oportunidad, pero para aprovecharla se requiere una definitiva voluntad política.
*Ex ministro de Medio Ambiente
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