lunes, 8 de marzo de 2010

86 días de hambre

Marlon Madrid

El Tiempo, Bogotá

Marzo 8 de 2010

Desesperación. Hay muchos presos en el mundo, la mayoría cumplen su condena y salen, otros mueren en la cárcel sin lograr cumplir su pena. Sin embargo, pocos presos en el mundo toman la decisión de dejarse morir de hambre por las injusticias que rodean su condena. Ochenta y seis días son muchos días. Un día, dos días, tres días, cuatro días, cinco días, seis días... cansa contarlos. En todo ese tiempo pueden suceder muchas cosas, se pueden salvar muchas vidas, y también se puede dejar que algunas se mueran. El 23 de febrero murió Orlando Zapata Tamayo, un preso político que se encontraba confinado en un calabozo cubano. Iba a cumplir tres meses en huelga de hambre, en protesta por las palizas y los malos tratos que recibía en la cárcel. Murió con la piel pegada al hueso, desnutrido, consumido por la autofagia y la rabia.

El Estado cubano hizo lo que sabe hacer con distinguida maestría, hacerse el de oídos sordos, criminalizar y acusar a sus adversarios políticos de ser mercenarios al servicio del país del norte. Este preso era un mercenario contratado para dejarse morir, por supuesto. Zapata fue trasladado al hospital sólo un día antes de su fallecimiento, rodeado de agentes oficiales. Ninguno de sus familiares pudo estar cerca antes de su último instante. 'Cuando llegué al hospital ya había muerto. Todavía estaba blandito. Yo lo toqué, le di un beso, ya estaba tapado', alcanza a decir Reina Tamayo, su madre.

Las huelgas de hambre son un arma de los que no tienen armas; usualmente la llevan a cabo sectores débiles de la población para que sean conocidas reclamaciones que, de otro modo, no alcanzarían a ser escuchadas. Es un instrumento que se utiliza por el fuerte impacto emocional que produce, independientemente de si las razones que la originan son justas o no. Es una medida desesperada, radical, aunque frágil al mismo tiempo. Todo ello lo sabe muy bien la disidencia cubana; no obstante, la siguen utilizando porque tienen pocas opciones a las cuales recurrir.

Y es cierto que la presión de un individuo en huelga de hambre no debería, en principio, hacer cambiar las políticas de un régimen, tal cual lo ha sugerido Lula da Silva al referirse al caso de Zapata. Pero el valor de este tipo de premisas depende del contexto político en el que se producen. Cuba no es una democracia. Desde hace más de 50 años, un régimen personalísimo vende las ilusiones de una aventura revolucionaria que se truncó. Y lo que hoy esperan con impaciencia sus contradictores -y a decir verdad, con paciencia incluso sus propios aliados- es que este régimen sea relevado pronto. Mientras esto ocurre, su gobierno se reinventa reacomodando sus restos en las nuevas tendencias, al tiempo que persiste en su intransigencia 'revolucionaria'.

Zapata es primer preso político que muere en huelga de hambre en la isla desde 1972, año en que fallece Pedro Luis Boitel en las mismas circunstancias. Y la lista podría extenderse. Hoy se encuentra internado en un hospital el opositor Guillermo Fariñas, después de perder el conocimiento tras ocho días de no haber consumido agua ni alimentos en protesta por la muerte de Zapata. Este psicólogo y periodista está decidido a morir también. 'Ojalá me muera', ha dicho. 'Hay momentos en la Historia en que tiene que haber mártires'. Mártires. Todo esto suena a locura, a incoherencia; no obstante, revela también una angustiosa realidad.

Así, pues, cuando se piensa en este preso que ha muerto gratuitamente, se debe pensar también en esa parte de América que está cansada, iracunda, que ya no soporta más la testarudez. Ese joven albañil, condenado a 36 años de cárcel, estaba exasperado por una justicia y un cambio que no llegan en Cuba.

'Yo digo así al mundo: este es mi dolor. [...] Yo con mi dolor profundo pido al mundo que exijan la libertad de los demás presos, de los demás hermanos que se encuentran encarcelados injustamente, para que no vuelva a suceder lo que ha sucedido con mi hijito", pide Reina Tamayo después del funeral. Ya está muerto, los presos políticos permanecen en el mismo lugar y el régimen sigue allí con apariencia incólume.

Pero todo político sabe en lo que se puede convertir una protesta aislada que defiende la dignidad. Con el tiempo puede llegar a ser un torbellino en su contra, una estaca final, una marea capaz de derrumbar las columnas que se pensaban indestructibles. La dignidad humana es superior a cualquier régimen, a cualquier ilusión revolucionaria.

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