Editorial
El Mundo, Medellín
Marzo 1 de 2010
Queda confirmada la voluntad irrenunciable del Estado norteamericano por combatir el terrorismo hasta sus últimas consecuencias, aceptando los altos costos que esa lucha le impone.
En atención a las decisiones de la mayoría de los miembros del Senado y la Cámara, el presidente Barack Obama sancionó el sábado la norma que prorroga por un año más la vigencia de tres de los puntos más importantes de la Ley Patriota. Esta disposición fue aprobada por el Congreso estadounidense en octubre de 2001 para que fuera fundamento de la lucha contra el terrorismo y fue inspiradora de las decisiones de los organismos multilaterales que la sucedieron, así como de normas posteriores adoptadas en otros países que enfrentan amenazas similares. Como se preveía, dado el movido proceso de discusión de la iniciativa, su sanción por el Presidente desató una polémica que vuelve a poner en primer plano la tensión a que se enfrentan los gobernantes cuando tienen que equilibrar el mandato de garantizar la seguridad de sus ciudadanos y el deber de proteger y respetar los derechos humanos y las libertades individuales.
Las normas aprobadas le dan potestad al gobierno estadounidense, previa aprobación judicial, para realizar interceptaciones telefónicas a cualquier línea usada por personas sospechosas de vinculación con el terrorismo, así como para analizar sus documentos y bienes. También le permiten mantener vigilancia especial sobre ciudadanos extranjeros de los que se presuma que están comprometidos con organizaciones que amenacen la seguridad del pueblo estadounidense. El trámite de las disposiciones se hizo en medio de arduos debates en el Congreso, donde el sector más radical del Partido Demócrata aspiraba a eliminarlas, so pretexto del respeto por las libertades individuales. Como no lograron una mayoría en el Senado apelaron a la votación nominal, lo que también falló, pues finalmente el Senado aprobó la prórroga. Y en la Cámara, la aplastante derrota de los progresistas, en votación 315-97, fue decisiva para que se conservaran las restricciones establecidas desde el gobierno republicano. Con estas votaciones queda confirmada la voluntad irrenunciable del Estado norteamericano por combatir el terrorismo hasta sus últimas consecuencias, aceptando los altos costos que esa lucha le impone.
La contundente decisión del Congreso no consiguió, sin embargo, cerrar el debate sobre los alcances de normas que bridan a los gobiernos potestad para restringir las libertades ciudadanas cuando existan amenazas que así lo ameriten. Y que el demócrata Obama la haya sancionado no ha hecho más que reactivar la batalla verbal que se libra en las calles y los medios de comunicación, especialmente. Los grupos de activistas, con sus militantes ansiosos de vitrina, y los medios de comunicación, expectantes por escándalos que aumenten sus ventas, se encargan de mantener la polarización, reavivar fantasmas y hasta tergiversar la historia, con el fin de demeritar decisiones que protegen derechos superiores, como los de la vida y la seguridad, a pesar de establecer algunos límites al pleno disfrute de otras garantías que resultan tan cómodas para sus usufructuarios como peligrosas para sociedades sometidas a la amenaza del terrorismo.
Por cuenta de las consignas de los activistas, que están seriamente enojados tras la sanción de una ley considerada necesaria para la defensa de la seguridad de Estados Unidos, sus detractores comienzan a caricaturizar al presidente Obama hasta equipararlo, en sus rasgos más controversiales, con el presidente Bush, responsable de haber concebido y logrado la rápida aprobación parlamentaria de la ley con la que Estados Unidos respondió a los ataques de Al Qaeda el 11 de septiembre de 2001, así como su continuidad en decisión adoptada en el año 2005. Son manes de la democracia a los que se tiene que someter el gobernante que escoge empeñarse en el esfuerzo de evitar que el fanatismo terrorista vuelva a cometer atentados como los de las Torres Gemelas y el Pentágono, que costaron la vida a más de cinco mil personas que iniciaban sus jornadas laborales y a valientes bomberos que buscaron salvarlos.
Optar por la defensa de la vida y las garantías de seguridad, así se tenga que poner límites al disfrute de las libertades conquistadas por la civilización humana, es un acto valiente que el presidente Obama y el Congreso de Estados Unidos tomaron, aceptando asumir el sacrificio de popularidad e imagen que conllevaba su decisión de cumplir con sus deberes supremos. Ellos han demostrado que, a pesar de su importancia y de que todos los demócratas coincidimos en la expectativa de su vigencia plena, los derechos humanos y las libertades individuales no son valores absolutos y que su vigencia plena está sometida al respeto por todos de la vida, la seguridad y la vigencia del Estado y sus instituciones.
Mantener, como lo acaba de hacer Estados Unidos, instrumentos suficientes para tratar de contener la amenaza terrorista que campea por el mundo y se vale de los ingenuos que ponen sus banderas por encima del bien común, es el resultado de la sensatez de unas instituciones que funcionan cumpliendo con sus deberes históricos. Las decisiones del Congreso y el presidente Obama no son actos despiadados contra los derechos humanos y los principios humanitarios, son actuaciones responsables por la vigencia de la democracia y la vida, bienes supremos de la civilización.
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