Sergio de la Torre
El Mundo, Medellín
Marzo 7 de 2010
Cesó la horrible noche. O las 3 noches y 4 días que duró el paro del transporte en Bogotá. A primera vista el arreglo a que se llegó fue bueno, en el sentido de que ambas partes quedaron satisfechas. Como, tras un atraco en una esquina cualquiera, quedan satisfechas las dos partes envueltas, cuando no hay sangre derramada. El asaltante, porque logró su cometido, robando a su víctima. Y ésta porque, pese a todo, salió con vida del trance. El alcalde Moreno, jubiloso, justificó el acuerdo con la buena nueva de que esa noche ya los bogotanos podrían montar en bus e irse a sus casas sin tener que caminar o que rebuscarse un transporte más caro y demorado.
Pero, uno se pregunta: ¿y los tres días anteriores de fatigas, zozobra y suplicios quién se los devuelve a ellos, que no tuvieron protección alguna? Y cuando digo protección no me refiero a las quejas y reclamos desoídos, que emiten los burócratas de turno, ni a sus ruegos desatendidos y tanta amenaza que se torna inoficiosa de tanto repetirla, sino a los actos de autoridad que reduzcan de veras a los frescos, insaciables empresarios y los obliguen, de una vez y para siempre, a obedecer las normas y respetar a sus conciudadanos.
El Estado (para el caso el Distrito capital o, si usted lo prefiere, cualquier otra ciudad) le concede a los dueños de los buses la explotación de un servicio público esencial, que es el transporte colectivo. En eso consiste el negocio, muy lucrativo por cierto. Tal vez el más lucrativo aquí, entre los negocios permitidos. Los propietarios no renuevan el parque automotor ni permiten chatarrizar los vehículos que ya entraron en desuso; no respetan las reglas del tráfico, ni la vida e integridad de los pasajeros y los transeúntes; ni hacen nada por aliviar la polución y el ruido; ni les reconocen salarios y prestaciones mínimamente decentes a los conductores, induciéndolos así a la “guerra del centavo”. Y es rentable como ninguno el negocio del transporte precisamente por el desorden que allí reina. Los empresarios (sean éstos grandes o pequeños) pelechan y se enriquecen gracias a que dicha actividad no está regulada. Porque si lo estuviera, en alguna medida, digamos, plausible (por ejemplo, en los términos y condiciones medias en que lo está en los países vecinos) no sería un negocio tan atractivo y acariciado – a tiempo que cerrado y vidrioso- como lo es en Colombia, donde nadie que se interese en él, venido de otros campos, puede entrar fácilmente, pues el gremio opera y se mueve, a su manera, como una mafia o, cuando menos, como un clan que tiene sus fichas en el gobierno y está siempre atento a cultivar y ampliar sus redes en la política (con concejales y hasta congresistas a su servicio, de todos los pelambres, sin excluir a los de la oposición, y a los de izquierda, o que se dicen tales) para todo lo atinente a concesiones, adjudicación de rutas, escamoteo de multas y comparendos, que se acumulan por centenas, sin ser pagados ni cobrados, hasta que prescriben o simplemente se olvidan. Y la contrapartida correspondiente, que es el suministro de transporte para llevar los sufragantes a las urnas el día de elecciones, desde las barriadas y arrabales en la periferia urbana. Y, por supuesto, los aportes en dinero para las campañas. Recuérdese al legendario Julio César Cortés, amo del transporte, sin cuya anuencia nadie podía hacer política en Bogotá con alguna posibilidad de salir electo para cualquier corporación. Hasta los candidatos presidenciales buscaban su bendición. Pero, en fin, ya continuaremos con este azaroso tema y sus variantes y derivaciones de toda índole, que nunca dejan sorprender.
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