sábado, 17 de octubre de 2009

La sombra del gigante

Adriana La Rotta

El Tiempo, Bogotá

Octubre 17 de 2009


BEIJING. Desde lo alto de la Puerta de la Paz Celestial, el lugar en donde hace 60 años Mao Tse-tung proclamó la fundación de la República Popular China, un inmenso retrato del 'Gran Timonel' vigila todavía a los transeúntes. Al frente de la imagen, en la vastedad interminable de la Plaza Tiananmen, enormes pantallas de televisión retransmiten el desfile militar de hace dos semanas, mientras decenas de policías permanecen atentos a los movimientos de las multitudes que transitan por allí.

Caminando por la plaza, ordenada y relajadamente, hay una muchedumbre de funcionarios públicos, farmaceutas, dentistas, maestros, pequeños empresarios, estudiantes. Es la gran clase media china que, aprovechando un feriado, hace turismo por la capital para ver con sus propios ojos el milagro del que también es protagonista.

Por primera vez, después de seis años, esta semana volví a Beijing, o Pekín, como todavía se le dice en Latinoamérica a la capital china. No esperaba ver a mucha gente vestida con chaqueta estilo Mao ni cargando el libro rojo debajo del brazo, pero la que vi tiene que ser una de las transformaciones más aceleradas y más asombrosas de toda la historia.

En las últimas tres décadas, China ha sacado de la pobreza a más de 200 millones de personas y no debe haber un lugar en donde ese milagro económico se note más que en Beijing: enormes avenidas, lujosos centros comerciales, autopistas, rascacielos, hoteles, cafés (decenas de ellos), un aeropuerto como de los Supersónicos y, claro, los escenarios deportivos construidos para los Olímpicos del año pasado, frente a los cuales todos los estadios del mundo parecen anticuados.

En 798, como se llama el flamante distrito de arte de la ciudad, modernas galerías exhiben cuadros ultravanguardistas para deleite de una masa joven y pudiente. Entre tanto, las calles que alguna vez estuvieron abarrotadas de bicicletas, están ahora abarrotadas de carros, producto de un boom al que la crisis económica le ha hecho apenas una leve cosquilla.

Todo sería muy bonito si no fuera porque, desde lo alto de la Puerta de la Paz Celestial, el retrato de Mao sigue vigilando a los transeúntes de la Plaza Tiananmen y contradiciendo la noción de que para ser moderno y avanzado, para convertirse en un ícono cultural y hasta en un ejemplo digno de ser imitado, un país tiene que ser democrático.

Para alguien como yo, que ha vivido bajo la órbita de ideas como el respeto a los derechos humanos, el sufragio universal y la libertad de expresión, hablar de progreso equivale a hablar de democracia. Caminando por Beijing entendí que en China tal vez eso nunca sea verdad y que es un error creer que el gigante asiático va a camino de convertirse en una nación próspera y moderna al estilo occidental.

Estamos tan orgullosos de nuestros valores -fue por esos valores por lo que le dieron el Nobel de Paz a Obama- que creemos que el despegue chino será insostenible a no ser que el Partido Comunista acepte cambios políticos. ¿Y si estamos equivocados?

Algunos lectores se preguntarán a quién le importa si China es o no una democracia. Yo diría que a todos. En menos de veinte años, la economía china será más grande que la de Estados Unidos, y esa acumulación de poder tendrá consecuencias, no solo en nuestros bolsillos, sino también en nuestro sistema de valores.

Rara vez en la historia la supremacía económica de un país no ha estado acompañada de influencia política y militar. Estados Unidos es un clásico ejemplo de eso. Exportar -o imponer si es el caso- su concepción del mundo es lo que hacen las potencias, y China no será diferente.

Por ahora, el crecimiento del gigante asiático se traduce en que podemos comprar productos baratos y vender nuestros recursos naturales a buen precio. Un día será ideología, además de dinero, lo que estará en juego.

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