Adriana La Rotta
El Tiempo, Bogotá
Octubre 3 de 2009
Las diferencias fundamentales entre los asiáticos y el resto del mundo, que ameritan un debate, son el aprendizaje.
Son jóvenes, atractivos y sus caras sonrientes se pasean por todo Hong Kong, estampadas en las carrocerías de los buses urbanos. Sus logros son publicitados a los cuatro vientos y sus agendas no tienen un espacio libre. Sus salarios acumulan varios dígitos. ¿Son actores, cantantes de pop o aspirantes a modelos? ¿Estrellas de realities, políticos exitosos o atletas olímpicos?
Nada de eso. Son profesores privados especializados en matemáticas y biología, lo que en cualquier otra parte del mundo sería poco glamoroso pero en Asia, en donde la educación es una obsesión generalizada, es casi como pertenecer a la farándula.
Volverse rico y famoso enseñando cadenas moleculares o explicando derivadas parece cosa de ficción, pero es perfectamente posible en Hong Kong, en donde los institutos que ofrecen clases particulares se pelean a muerte por contratar los mejores tutores, en un mercado que es cada vez más competido.
La anécdota revela una de las diferencias fundamentales entre los asiáticos y el resto del mundo y que a mi modo de ver amerita un debate: el aprendizaje en el Lejano Oriente no termina cuando suena la campana. Al menos la mitad de los niños y jóvenes en Japón, Taiwán, Corea del Sur, Hong Kong y cada vez más en China continental salen del colegio a seguir estudiando con profesores particulares o en costosos centros de enseñanza.
Es un lujo que las sociedades afluentes se pueden dar, es lo que dirán algunos, pero la realidad es que muchas familias en la región financian las clases extras de sus hijos a costa de grandes sacrificios, porque están convencidas de que el estudio y la práctica son la única garantía de que más adelante podrán triunfar en la despiadada guerra por los empleos. Los que no pueden costear clases particulares, sientan a sus hijos a repasar y a hacer ejercicios todas las tardes y si creen que el colegio no asigna suficiente tarea, ellos lo hacen por su cuenta.
Los asiáticos le dan la razón a Malcolm Gladwell, autor de Fueras de serie (a propósito, uno de los libros más fascinantes que circulan en las librerías por estos días), según el cual la diferencia esencial entre ser bueno haciendo algo y ser excepcional es la cantidad de tiempo que se le dedica.
Eso es lo que explica que, a pesar de ser apenas el 4 por ciento de la población de Estados Unidos, los estudiantes de origen asiático ocupan hasta un cuarto de las plazas en las universidades más exclusivas de ese país: son el 25 por ciento en Columbia, el 24 por ciento en Stanford y el 18 por ciento en Harvard. No son más inteligentes ni más dotados. Simplemente, estudian más.
Algunos lo hacen por iniciativa propia, porque se han imaginado un futuro y trabajan duro para conseguirlo, pero la mayoría estudia obsesivamente, porque eso es lo que sus padres esperan de ellos y cualquier cosa que esté por debajo de ocupar los primeros lugares es considerada un fracaso.
Viviendo en esta parte del mundo me he convencido de que en Occidente el esfuerzo está sobrevalorado. Vivimos repitiéndoles a los niños que lo importante es competir, cuando el mundo avanza hacia un futuro en el que los asiáticos estarán cada vez más presentes y para ellos no se trata de competir, sino de ganar.
La noción de que los chinos o los japoneses son mejores para las matemáticas o las ciencias debido a una cierta superioridad genética no pasa de ser un mito, y en un mundo globalizado y cada vez más escaso de recursos, hay que empezar por entender -y copiar- lo que hacen bien.
Ahora que China está de moda, hay muchos padres que se preguntan si será hora de que sus hijos empiecen a aprender mandarín. Puede que eso les ayude para que les vaya mejor en el futuro, pero no nos digamos mentiras. Si hay algo que Occidente debe aprender de Asia no son precisamente sus idiomas.
HONG KONG.
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