martes, 28 de julio de 2009

El problema de la patria

Por Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Julio 28 de 2009

La conmemoración del veinte de julio con globos y cabalgata por Pisba y Paya puso de moda la palabra independencia, y empató con el anuncio de las bases yanquis en Colombia, que a su vez puso en circulación otra voz huera: soberanía. Soberanía e independencia denominan aquí conservadurismo recalcitrante, un cándido catálogo de singularidades (Juanes, aguardiente, un mono, una esmeralda) y el gusto por los anacronismos. Como la insistencia en pleno siglo XXI en los delirios de la secta de Lenin, el judío que les hizo a los rusos su revolución francesa y por un sinfín de artimañas, traiciones y violencias que superaron las crueldades de la Francia de la guillotina los arrastró a la atrocidad de una Esparta casi moderna con bombas atómicas, campos de concentración y una escolástica. La cartilla apolillada aún intoxica estos trópicos. Chávez y 'Jojoy' emulan en hacer la caricatura de Ulianov y Bolívar al tiempo. Todo nos llega tarde, dijo un poeta. Y tarda en irse.

Las naciones son cada día más un sentimiento vacío en un mundo globalizado por el terrorismo, la gripa de los cerdos y las aves, el comercio, los ritmos, las comidas, la web y las amenazas compartidas: la escasez de agua, la fractura del cielo, el deterioro espiritual y planetario. Los muchachos japoneses enloquecen con el rock, los neoyorquinos con el sushi y todos aspiran a poseer un automóvil como un tiempo se aspiraba al conocimiento o la virtud y tienen su eucaristía bajo las especies de la avinada Coca-Cola helada y la hamburguesa a modo de humeante hostia. Las queridas naciones poco a poco paran en desiertos. El espanto de la esterilidad no perdona una en la interconectada aldea jadeante al borde del agotamiento.

El embeleco de la nación empobreció el mundo. Solo cambió el imperio de los sacerdotes por los demagogos. Las naciones modernas cumplen la función de los abalorios de los nuevos evangelizadores en todas partes. Archivada la cruz como invitación al sacrificio ocuparon su lugar las banderas con la sombría recomendación: patria o muerte. Un día la humanidad verá esos trapos y esos tropos con la condescendencia con que trata de entender a los amontonadores de piedras del principio.

La patria, si tengo que llamar así estos terrones, es un atavismo penoso. Un nudo de autocomplacencias y mentiras piadosas. Yo me esfuerzo en ser menos colombiano cada día detrás de un incierto perfeccionamiento espiritual. Hice esfuerzos por amarla.

Recorrí ríos, caños, pueblos de pobres, me mezclé con Bretaña en sus cocteles. Y al fin descubrí que es una nostalgia del edén, o un espejismo de la esperanza, que enorgullecerse de un lugar porque allí nos alumbraron es una fatuidad. Nietzsche proclamó la aristocracia del espíritu que superara las fronteras. A mí la suerte me deparó un puñado de amigos variopintos, africanos, hebreos, argentinos, peruanos, alemanes y gringos más entrañables a veces que mis compatriotas tan arduos de tragar en ocasiones que debo aplicarme una dosis de Li Po de pasante, y una cantata de Bach para curar la amargura.

La manipulación de la figura de Bolívar y la independencia y la soberanía tapa ignorancias interesadas. Bolívar fue el brazo armado de los manufactureros de Inglaterra hartos de costear corsarios contra las puertas de la América cerrada. La importancia de los ingleses se obvia en las efemérides de Boyacá, Carabobo, Ayacucho, como si apenara. Al menos diez mil ingleses, irlandeses y escoceses (y austriacos y polacos curtidos en las batallas nacionalistas de Europa) adiestraron a Bolívar en los movimientos de la guerra moderna. Y mal que les pese a la colombianidad y la grancolombianidad prefería la compañía de sus oficiales ultramarinos, entre quienes escogía sus edecanes, secretarios y confidentes. Y hasta sus mejores enemigos.


Hijos de las estrellas, hermanos en la efímera luz, en el océano de neutrinos, el hombre es más que un plantígrado con constitución entre unas piedras determinadas, qué diablos.

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