martes, 8 de septiembre de 2009

El emperador secreto

Por Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Septiembre 8 de 2009

Por cincuenta años largos a mano descubierta y a mano salva Fidel Castro conspiró como el paranoide que se siente destinado a recrear el mundo según sus fantasías. Igual que Chávez ahora, se sintió siempre perseguido por predadores malignos y sobre todo torpes. Su vida es una crónica inacabable de espionaje y atentados fallidos en los cuales usaron la química y la física, todos los ardides, arsénico en la limonada, titanio en las botas para depilarlo, balas con cianuro y sin cianuro, mujeres y siervos. Que nunca hicieron blanco y le crearon la leyenda del elegido por el genio de la especie para imponer la superstición marxista-leninista en los Andes y el Caribe.

Mientras tanto se hizo viejo, como le pasa a todo el mundo. Y a medida que se le alargaba el perfil y se acercaba al último rostro y enflaquecía y se volvía irreal; cuando parecía que se estaba muriendo y pasaba al museo de las frustraciones de la izquierda latinoamericana, por cosas del realismo fantástico reapareció la semana pasada en televisión fresco como una lechuga. Pero resucitado Castro es más trágico. Y más poderoso. Como son a veces los errores históricos.

Ni en el entusiasmo de los primeros días de la revolución, cuando La Habana fue capital intelectual y moral del mundo y todos teníamos una fotografía suya en casa y nuestras rastrojeras se plagaron de guerrilleros empecinados en seguirle el ejemplo, parecía posible el dominio que Castro ejerce hoy en Latinoamérica a través del delirio cómico del segundo Bolívar. Detrás de la mancha demagógica de moda en Latinoamérica está su influencia fantasmal. Detrás del socialismo del siglo XXI con su argot y sus alharacas apoyadas en las ficciones del pueblo y la patria revolucionaria, y el imperio, el imperio, el imperio, que justifica tan bien los desmanes y parece tan eficaz para disimular las equivocaciones.

Hace años, Castro dejó de confiar en el terror y descalificó a las guerrillas latinoamericanas, que fueron incapaces de tomar el poder mientras él se marchitaba. Pero en el lecho de enfermo, al modo de ciertos santos debilitados, tuvo una iluminación para seguir imponiendo el obsesivo desorden antiburgués. Y se puso a soplar las velas de las constituyentes entre La Paz, Caracas y Honduras, para realizar el místico proyecto de aniquilar los instintos del interés personal y el liberalismo y crear con mano de hierro un hombre nuevo, el de San Pablo y el Che, cuyo ejemplo deplorable es Cuba, hoy en el atraso, la desesperación, la corrupción. Lo de la corrupción no es mío. Fue la queja de Raúl, su hermano, en su último discurso.

A Castro le ha sobrado orgullo y le ha faltado entereza para reconocer su fracaso. Sus enemigos no fueron los yanquis ni los exiliados de Miami, sino su obcecación, el dogmatismo de su carácter. Y la melancolía de la conciencia reprimida se trasluce en los ojos de susto del anciano comandante. Y ahora para ajustar, cuando disfruta de un segundo aire, es obligado en castigo por la ambición, a la vergüenza de asistir al circo de sus caricaturas. En el patético patriarca aún brillan la inteligencia, la cultura, la egoencia, el carisma. Que faltan en Chávez. Y sus títeres de la segunda fila.

Borge el nicaragüense amenazó hace días en Telesur: la derecha no volverá al poder en Nicaragua aunque tengamos que afrontar el desprestigio. Chávez ya cantó el 2049. La revolución es permanente en teoría y expansionista por necesidad. Y Chávez no lo oculta, mientras dobla la cerviz ante la sombra sacerdotal de Castro e invoca a Mao en los países de Mahoma. El bufonesco discípulo, prueba grotesca de la inmortalidad bochornosa de la revolución de Castro, no solo es pintoresco. También es peligroso. Detrás de sus alusiones al imperio aguarda un emperador mulato en ciernes. Oculto en una descontrolada palabrería, donde se mezclan en un coctel tóxico de tendencias explosivas Castro, Jesús, el Che, y Bolívar. El pobre Bolívar que ha servido para tantas perversidades hasta hoy.

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