Eduardo Escobar
El Tiempo, Bogotá
Diciembre 15 de 2009
Mis amigos de la izquierda rosa circulan en Internet una carta contra el secuestro canalla, el narcotráfico, y a favor del objetor de conciencia, tan digna que merece algunas anotaciones. La primera que se me ocurre es que la izquierda gaya, de la cual también formé parte un día, debe examinar ciertas ideas que nos hicieron en el pasado cómplices del arribismo político de los polvoreros, que acceden a los dorados olimpos del poder arrumando cadáveres entre humos de incendios, ahorrándose la paciencia de trabajar como hombres por el honor. Mientras la izquierda exquisita emite vagos manifiestos. Yo también cansé mi brazo suscribiendo esas diatribas retóricas. Pero me hablaron de Micomicoma y volví a casa.
La condena al narcotráfico, pase. Y a la violencia. Pero la carta, como todas las de la izquierda light, soslaya algunas cosas protuberantes. Muchos de mis amigos tienen en su biblioteca un altarcito al Che aunque sea discreto. Y su recuerdo echa a perder la seriedad de la misiva pacifista.
Todos odiamos la guerra. Hoy los mismos carniceros tienen el pudor de proclamar que hacen un gran sacrificio personal asesinando, incapaces de reconocer que el bien que buscan es un pretexto para complacer vanidades hipertrofiadas. La carta trae la exigencia de un tratado de no agresión colombo-venezolano. Pero, poetas, ¿cómo establecer tratados con la locura? Y Chávez está deschavetado. El consejo suramericano de defensa quiso enfriar el ambiente y él no ha cesado de clamar con furia gorda que a Sucre lo mataron balas colombianas y que a Bolívar lo envenenaron los bogotanos.
Uno de los ejes de la carta alude a las bases yanquis, pero calla las armas rusas de Chávez, arsenal para la paz como las llama. Y deberían preguntarse qué tienen los gringos de malo que los rusos no tengan, si en la suma de crímenes imperiales del siglo XX el imperio ruso no amasó una crónica de pavores incomparables, una biblioteca formidable de testimonios que no me canso de leer para curarme en salud.
La carta señala la torpeza de entrabar el comercio binacional. El comercio crea lazos entre la gente que los políticos son incapaces de establecer a veces. Cierto. Pero Pacho Santos en Mercosur le dijo a Chávez lo mismo y el atrabiliario coronel gruñó que él compra donde le da la gana.
La carta trae un gato encerrado, viejo y famélico gato. Demanda soluciones políticas al conflicto del país. El latiguillo vela la aspiración de las Farc al reconocimiento del estado de beligerancia que dilapidaron con su conducta atilesca hace tiempos. Yo creo que una carta menos abstracta debería dirigirse en el futuro al energúmeno de Caracas y a los camaradas del secretariado. Colombia apenas se defiende mientras aquel apela al recurso de la paranoia con el método de Fidel para eternizar la tiranía, y estos se abrigan en Miraflores, retaguardia en capullo para la expansión del proyecto sombrío de convertir Latinoamérica en una Cuba enorme y llevarla de Guatemala a Guatepior. Es decir, si Chávez no se cae antes por la gracia del Dios que invoca en su frenesí junto al ateo Lenin, el mahometano Ahmadineyad y Carlos el Chacal, los héroes de su delirio.
Chávez está tan confundido que es un peligro obvio por más que uno quiera verlo como simple figura cómica. Toda confusión implica riesgos poderosos. En una rueda de prensa citó al guerrero antiguo que selló sus oídos contra el canto de las sirenas, ¡al gran Aquiles! espetó con entusiasmo. Intercambiando al paradigma de los falsarios con un rey de rencores. Ante esto, uno desea que las bases yanquis, humillantes y todo para el patriotismo inevitable, mantengan a raya al erudito. Que para remachar, en discurso reciente criticó la idea estalinista de la revolución en un solo país, lo que yo entiendo como la amenaza teórica del tuerto con la escopeta, y la tácita declaración de unas protervas intenciones. Pero sí, abajo la guerra. Y que viva Micomicoma. ¿Quién tiene la botella?
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