martes, 16 de junio de 2009

Enemigos y semejantes

Por Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Junio 16 de 2009


La vida de todo el mundo guarda su abracadabra, pero hay hombres con unas vidas más intrincadas y paradójicas que otros. Mancuso, el paramilitar, comparte a estas horas una celda en los Estados Unidos con un guerrillero de las Farc. Me gustaría saber de qué hablarán esos dos hombres, porque de algo han de hablar, ya que no tienen más remedio, reducidos a tan breve lugar, condenados a mirarse y a comprenderse, en la misma celda calvinista merecida por desmanes idénticos. Si estuvieran a cielo abierto en una trocha de garrapatas del departamento de Córdoba (Colombia), desenfundarían sus pistolas de machos, habría una balacera, insultos, ademanes heroicos, dinamita. Pero el espacio hoy es demasiado exiguo para permitirse perder la cordura y se resignan a sobrevivir en santa concordia.

En una cárcel católica en Colombia las cosas serían distintas. Las cárceles del catolicismo suelen reproducir el infierno católico, mugre, ruido y desorden. Las de los calvinistas, más asépticas, se parecen al limbo, están mejor regimentadas, la dieta, el teléfono, las horas del silencio reparador. El vacío del ocio hace más implacable la venganza del orden.

Esos hombres reconciliados en la igualdad de las cadenas ahora se escuchan respirar en catres próximos mirando la misma bombilla. Imagino que a veces se hablan. Si no añoran la paz, que es el único heroísmo, es seguro que maldicen la guerra que los enloqueció hasta ese punto. Quizás recuerdan las correrías nocturnas quemando aldeas, buscándose el corazón a mansalva, llevando el caos consigo, el crujido desapacible del cerrojo de un arma en sus pesadillas espejeantes, y descubren mientras charlan que la bala disparada es banal porque no puede volver atrás, pero que el momento de montar el cerrojo tuvo la belleza terrible de la encrucijada. Esos dos hombres semejantes en todo sienten pasar el tiempo sobre ellos, esperan visitas semejantes e inútiles a los jueces siempre arbitrarios, reconstruyen charlas con abogados sibilinos, hilan las memorias de la carnicería centenaria que los atrapó, ganadores de la misma lotería del Mal con números invertidos. Suscitan al tiempo asco, compasión y rabia.

La soberbia de la justicia establece diferencias demasiado tajantes entre los hombres. Las sociedades que levantan las cárceles y el habitante al que están destinadas forman parte de la misma exasperación, del mismo malentendido. Es inevitable pensar, sin embargo, que después de siglos de batallar, de mil y una guerras y guerritas cada una más sórdida que la anterior desde la prehistoria, aquí en Colombia ya nadie tiene derecho a declararse inocente, ni a señalar culpables, que en la rueda de las reencarnaciones cada colombiano ha tenido tiempo de sobra para calzar la máscara del asesino una vez, y otra la de la llorosa víctima. Mancuso y su compañero de prisión y 'Tirofijo' y Carlos Castaño son el mismo hombrecito aterrado, entrampado en el juego de las combinaciones de Caín para justificar la atávica burrada. La codicia, el oropel de la gloria que es otra codicia, el rencor que es la ponzoña del amor propio.

Estos días miraba por televisión a 'Karina', la guerrillera. Recordaba las monstruosidades de su pasado como si fuera una película mala. Defendía con vehemencia su papel de gestora de paz. Y pensé por qué Mancuso no tendría el mismo derecho, Mancuso por ejemplo, o usted o yo. Y me dije que para conseguir la paz necesitamos el valor de tragar un montón de sapos pasados con buches de vitriolo. Los sapos del perdón, y el vitriolo que disuelva por fin en nosotros la agria certeza de que somos más agraciados que los otros. Y estamos más limpios. Hice la experiencia de dedicar una oración por las personas que me hirieron.

Y funciona. No sé si las salvé de sí mismas. Pero dejé descansar el resquemor. Y puse a buen resguardo de las torpezas de la Historia, por un instante, una pequeña porción del mundo. Y algo es algo.

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