martes, 2 de junio de 2009

Paños menores

Por Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Junio 2 de 2009

 

Uno de sus biógrafos recuerda. T. E. Shaw, conocido como Lawrence de Arabia, se balancea sobre un camello, vestido de rey del desierto, embebido en la lectura de Aristófanes. Los beduinos se burlan de su opulencia, pero gastan la paga en emular a su jerife inglés. Y los oficiales occidentales, cómplices de una de las más monstruosas traiciones políticas del siglo, aguantan mal en sus clubes al poeta y terrorista de Su Majestad vestido de jeque rico. Lawrence conjunta en su figura el escándalo y el cuidado del traje que distinguen al animal llamado el dandi.


La envidia condenó la elegancia a la esfera de la vanidad. Pero la elegancia cumple una función social agraciando y haciendo más complejas, interesantes y simbólicas las relaciones entre las personas. Son preferibles los perfumes al hedor de los lobos. Y el contacto de la seda al cuero crudo. La elegancia le concede interés a la vida, la dramatiza. Rico, puede uno hacerse. Elegante, se nace. Dijo Balzac.


La inclinación al dandismo suele ser precoz. Aunque hay dandis tardíos, como el mismo Balzac. O Rasputín, que llegó a la corte rusa vestido de monje mendicante, oliendo a chivo, antes de aprender de capas y lujos. Hay una elegancia de la santidad. E incluso de la falsa santidad. El dandismo tiene mucho de liturgia satánica.


En el gremio de los poetas nunca faltó la dejadez rampante. Pero abundan los acicalados, proclives además a los aliños estilísticos que algunos desdeñan con el reproche de que ahogan las ideas. 


Sin embargo, a veces las valorizan. Cuando a la elegancia se une la inteligencia, dobla el gusto. Son pocos los elegantes de genio. Pero son. Oscar Wilde fue uno.


Borges, un dandi a su modo aunque se meara los zapatos, según recordó Bioy, llama a Wilde un dandi que también era poeta. Y dijo que había dedicado su vida al pobre propósito de asombrar con corbatas y metáforas. José Martí asistió en Nueva York a una conferencia del reputado dandi irlandés, y mártir del culto de los jóvenes. Dejó su testimonio: el cabello le cuelga cual el de los caballeros de Elizabeth de Inglaterra sobre el cuello y los hombros; el abundoso cabello, partido por esmerada raya. Llevaba frac negro, chaleco blanco de seda, calzón corto y holgado, medias largas de seda negra y zapatos de hebilla. Wilde había dicho: puse mi genio en mi vida, y solo mi talento en mis obras. Flaubert pensó que el ingenio oculta muchas veces la indigencia intelectual.


Baudelaire vincula catolicismo y dandismo. El calvinismo pide seriedad en el trato y la figura, hombres escuetos, ajenos al delirio místico. Pero el dandi, sol del ocaso, no conoce un estado distinto del arrobo, aspira a ser sublime sin interrupción y a la insensibilidad al tiempo e implica, dice, una quintaesencia del carácter, una inteligencia sutil de todo el mecanismo moral del mundo.


El lector se preguntará qué hago pensando en dandis mientras todos los columnistas, los histéricos, los obtusos, y los otros, hablan de teléfonos chuzados, de la reelección, o de las encrucijadas del alma del Presidente. Es que quiero señalar la edición en Planeta del libro del nadaísta Jotamario, Paños menores, ganador del Premio Chino Valera Mora de Venezuela. La buena poesía es higiénica. Y contribuye a oxigenar el ambiente de las bajas pasiones nacionales, con humor y ternura, que son el sello de la de Jotamario.

Este hijo de un sastre de Rionegro (Antioquia), dado él mismo a las vanaglorias del dandismo, en el prólogo a Paños menores, Puntadas sin dedal, se jacta de haber vestido de paño un tiempo cuando los muchachos iban de burdo dril, aunque sus hebras fueran cosidas con los retazos de los clientes del taller paterno. Y dice que el éxito modesto de su papá consistió en convertir hombres invisibles en dechados de perfección física, pero que aunque fuera capaz de hacer hombres elegantes no podía convertirlos en caballeros si ya no lo eran.


La mona, aunque se vista de seda...

 

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