Eduardo Escobar
El Tiempo, Bogotá
Octubre 6 de 2009
En un mundo corrompido por el ruido, la codicia y el orgullo, no extraña que los medios apenas hayan recordado el nacimiento de Mahatma Gandhi, un gran hombre aunque solo medía metro y medio y pesaba 47 kilos escasos y era casto y humilde, que ideó una nueva forma de hacer política sin vilezas, basado en la verdad, la pureza interior, el perdón y la abstinencia de donde sacó el poder para expulsar al imperio inglés de su India natal sin disparar un tiro, pese a que Churchill había dicho que no se dejaría doblegar por un santón vestido con una sábana. Gandhi jugó a la generosidad y al respeto por la vida de sus adversarios y triunfó.
Nacido en Porbandar el 2 de octubre de 1869 allí fue a la escuela. Pero no entendía que sus maestros alentaran las trampas en los exámenes. Y sobre todo, que algunos venidos de familias de vegetarianos rigurosos comieran carne en secreto. Aunque llevado por quienes afirmaban que los indios no podrían liberarse de Inglaterra mientras no comieran carne decidió hacerlo él también. Un día junto al río, oculto como un ladrón, comió por primera vez un trozo de cabra cocida a la inglesa. Y esa noche soñó que llevaba dentro una cabra viva que sangraba.
En la escuela leyó el Ramayana y el Mahabarata. Pero los deberes escolares en todas partes son diseñados para fomentar el odio al estudio, no para estimular el saber, y solo mientras estudiaba leyes en Inglaterra, donde cayó en inmensa desolación dividido entre la obediencia a los padres y el vicio secreto de la carne que seguía ejerciendo y les ocultaba, descubrió la grandeza del Gita, la poesía inglesa, a Shaw (otro vegetariano eminente) y el libro que cambió su vida: el Nuevo Testamento. El Sermón de la Montaña cambió su corazón. Volvió a la dieta vegetariana y se hizo manso.
Mientras ejercía la profesión en Durban escribió series de artículos contra la discriminación racial en África del Sur. Esto hizo que al regresar a su país, tras 17 años, lo recibieran como a un héroe. Pero escandalizó a la opinión pública al pedir el apoyo a Inglaterra mientras durara la guerra de Europa, y luego con una propuesta para la libertad de India de formulación ambigua: la lucha no violenta, que parece un contrasentido, inspirada en la desobediencia civil de Thoreau.
Apeló al bloqueo. Llamó a sus compatriotas a dejar las escuelas del gobierno. Declaró la guerra de la rueca para sabotear los tejidos ingleses. En cada casa india una rueca en movimiento hizo sentir su murmullo en la metrópoli remota. En 1929 organiza la famosa Marcha de la Sal a las minas de Jalalpur contra el monopolio gubernamental y advierte a sus seguidores que ante la intervención de la policía, que esperaba, no debían resistir.
Una de sus armas políticas favoritas con la generosidad fue el ayuno: en 1934, fanáticos del sistema de castas, uno de los rasgos culturales de India que más lo avergonzaba, atentó contra su vida. Y ante la furia de sus seguidores amenazó con la huelga de hambre si osaban tomar represalias. En 1945 volvió a asombrar los hábitos de un mundo vengativo y cruel al pedir una paz sin retaliaciones para los países del Eje. Los líderes occidentales, empeñados en pulverizar Alemania y humillar a Japón, no estaban para oír el llamado de un santo en los huesos.
En 1947, India alcanza por fin la independencia. Pero en enero de 1948, antes del primer aniversario de la liberación, Gandhi es asesinado. A los disparos respondió con una sonrisa. Su magro cuerpo fue cremado. Y sus cenizas arrojadas al Ganges. Nadie sabe si la India independiente fue más feliz que bajo Inglaterra. Pero a su lucha sobrevive el clamor de Gandhi a la santidad de todos los hombres, la santidad que admiramos tanto en otros mientras rehusamos la responsabilidad de ser justos, rectos y buenos. Dios, si existe, debe tenerlo a su derecha. Con la cabra. La cabra que lo acompaña en una de sus fotografías más divulgadas.
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