martes, 11 de agosto de 2009

La historia de Bogotá de Villegas

Por Eduardo Escobar

El Tiempo, Bogotá

Agosto 11 de 2009

En Bogotá, el pasado y el futuro asoman el rostro en cualquier parte el mismo día. La miseria de Calcuta y la opulencia del imperio financiero moderno comparten los andenes. Una vez vi en el centro un burro desocupando una caneca de basura junto a un Rolls Royce, tal vez el único en la ciudad (el Rolls Royce, porque los burros abundan a cualquier hora y aparecen de pronto desde el virreinato, seguidos por una dama de mantón y corrosca).

Bogotá, como el Fénix, resucitó varias veces de sus cenizas y sus polvos desde el primer incendio atribuido al cacique Sagita; desde los alborotos de la Patria Boba que nunca termina, tiempos de Nariño; de la fundación de la República, fueron tiempos de Mosquera, que jamás acaban de fundar. Bogotá tiene una historia difícil de fijar. Un caballero alemán que vendía sombreros de Hamburgo incendió su almacén para cubrir un desfalco y arrasó de paso el archivo colonial. De cuando en cuando, un alcalde la pone patas arriba, destroza las hermosas avenidas del pasado diseñadas por arquitectos alemanes, y otro descontento con el resultado las rehace y la atiborra con estos buses-gusano rojos, cuyas pistas nunca casan del todo.

Bogotá ha cambiado de aspecto muchas veces. Y de nombre. Bacatá, Santa Fe, Bogotá. Santa Fe otra vez. Recuerdo cuando el trolley cruzaba suspirando mientras los poderosos percherones que transportaban la cerveza a las tiendas de Teusaquillo siesteaban bajo el hollín de los fogones de leña. Fue después del 9 de abril, cuando las turbas de los suburbios en el llamado 'bogotazo' de 1948 la asolaron en medio de una grotesca orgía. Entonces, Bogotá fue reconstruida por un renombrado especulador en tierras, un tal Mazuera cuya M campeaba en todas partes de modo que un chistoso propuso cambiarle el nombre por Mogotá.

Después de cada estrago, la ciudad halla el modo de reconstruir su historia a partir de los rescoldos. Y los polvos. Curas bienintencionados, cronistas puntillosos y simples aficionados a los chismes se encargan de rehacer la memoria de la ciudad benemérita y mezquina que conjuga los peores rasgos y las mejores virtudes del alma nacional, para usar una expresión consoladora.

Villegas Editores publicó la última historia de Bogotá desde el arribo a caballo (un burro asistió a la primera misa), llenos de niguas y llagas, de los obstinados hombres del fundador Jiménez, hasta las administraciones de Garzón y Moreno. El libro, con la excelencia editorial propia de los trabajos de la casa, cubre en tres tomos la conquista y la colonia, el siglo XIX y el siglo XX. Y está adornado con profusas reproducciones de los programas de sus fiestas, los periódicos de antaño, colecciones de mapas que marcan las etapas de su desarrollo, y los retratos de los personajes típicos y las atípicas personalidades, sus doctores y sus idiotas.

Los textos escritos por expertos completan las crónicas de los memorialistas clásicos de la ciudad, como Cordovez e Ibáñez, con una visión más científica y ordenada, que convierten la obra en un regalo que los lectores deberían hacerse en el cumpleaños de la ciudad este agosto. Para que aprendan a querer, comprender y compadecer esta ciudad que nadie sabe al fin dónde fue fundada, ni la fecha, que cambia de cara y de nombre sin cesar, y que los azares de la política convirtieron en capital de Colombia, es decir, en centro de las intrigas del poder, en sede de las apolilladas academias con sus apolillados miembros de número, y que los embelecos de mil alcaldes mal contados fueron incapaces de acabar ni de darle término, y adonde todos los ilusionados de las provincias colombianas vienen a instalarse en busca de vida, como el primer español que llegó a fundarla sobre una aldea de antropófagos que adoraban la luna y la rana, y que, para ajustar, está condenada a desaparecer en un gran terremoto, el 31 de agosto de un año indeterminado, según la profecía de un cura del barrio de Las Nieves.

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