sábado, 4 de abril de 2009

Una oferta distractora

Por Jorge Alberto Velásquez Betancur

El Mundo, Medellín
Abril 4 de 2009

De nuevo las Farc le quieren meter la mano al proceso electoral colombiano. Lo hicieron en 1998, cuando engolosinaron al candidato Andrés Pastrana con la posibilidad de una paz a la vuelta de la esquina, para terminar perdidos, Pastrana y el país, en los vericuetos del Caguán. Como respuesta, en 2002, una sociedad cansada del engaño y de la violencia desatada a pesar de la zona de distensión, se volcó mayoritariamente en apoyo del Manifiesto Democrático presentado por el candidato Álvaro Uribe Vélez, cuyos cien puntos terminaron condensados en la propuesta de la Seguridad Democrática, la misma que apuntaló la reelección en el 2006.

Ahora las Farc anuncian un cambio de estrategia. Su lenguaje de guerra cambia abruptamente. Por primera vez, el grupo guerrillero no insiste en el despeje de una zona del territorio nacional. 

Siempre que se menciona la posibilidad de un diálogo con las Farc es imposible sustraerse al ejemplo dado a principios de la década del ochenta por la naciente democracia española, bajo la inspiración de Felipe González: “Una democracia no negocia con cadáveres sobre la mesa”. Pese a algunos titubeos de los gobiernos de José María Aznar y de José Luis Rodríguez Zapatero, cuyos intentos de diálogo fueron cercenados por la bomba en el aeropuerto de Barajas el 30 de diciembre de 2006, la sociedad española se ha mantenido firme en este propósito. El diálogo es un imposible moral mientras ETA mate y secuestre. Así de simple, pero igual así de profundo. No olvidemos que España y Colombia son los últimos países de Occidente donde grupos terroristas siguen asesinando en nombre de ideas políticas. 

El ejemplo español lo puede retomar la sociedad colombiana, algunos de cuyos sectores son proclives a los cantos de sirena. Colombia debe insistir con firmeza en que no puede haber diálogo mientras haya servidores públicos y ciudadanos encerrados en los campos de concentración de la guerrilla. No se puede hacer política a partir de los posibles beneficios electorales de la violencia ni puede legitimarse a quienes promueven y practican la violencia como instrumento de acción política o de coacción electoral. 

Hay que tener presente que la guerrilla ha desaprovechado todos los espacios de negociación abiertos por los diferentes gobiernos colombianos, desde Belisario Betancur hasta Andrés Pastrana. Así lo demuestra la historia de los procesos de paz desde Tlaxcala hasta el Caguán, todos los cuales han terminado con un portazo en las narices de la esperanzada sociedad colombiana. Pastrana, por afanes electorales, escogió la vía del diálogo y se equivocó. En el Caguán la guerrilla demostró que tiene el diálogo y la negociación no como camino hacia la paz sino como estrategia inmediatista para ganar tiempo y oxigenar su proyecto de toma armada del poder. Esos antecedentes no dan confianza para embarcarse en una nueva aventura negociadora. 

Los tiempos no cambian en vano. Las sociedades evolucionan hasta el punto de comprender que la lucha armada perdió su espacio político y que la violencia no resuelve ni uno solo de los problemas. El punto de partida de una negociación con la guerrilla, hoy, debe ser la renuncia a la violencia como opción política. 

Ningún grupo puede basar su plataforma política en la muerte de sus opositores, sean militares o civiles, así como de ancianos, mujeres y niños. 

El delito no puede ser una bandera electoral. La democracia colombiana tiene que sacudirse de la amenaza de las armas cada que se avecina un período electoral. Cada concesión es un retroceso.

 

 

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