Editorial
El Mundo, Medellín
Julio 26 de 2009
La ONIC hace una demostración de respeto y acatamiento a la legitimidad de las instituciones.
En EL MUNDO guardamos especial afecto por nuestros hermanos indígenas; comprendemos y participamos del respeto que se les tiene en Colombia y el trato especial que como minoría étnica consagró para ellos la Constitución de 1991, pero también hemos sido francos en nuestras críticas cuando han sido conducidos por algunos de sus líderes a aventuras violentas en reclamo de sus derechos y reivindicaciones. Consideramos un principio respetable la autonomía de las etnias y de los territorios indígenas, siempre que ese privilegio se ejerza “dentro de los límites de la Constitución y la Ley”. En fin, no hemos estado de acuerdo y así lo consignamos en estas columnas, con el principio de la “neutralidad” que han alegado sus dirigentes frente a los mal llamados “actores del conflicto” armado en Colombia, por estar implícita la falacia de que para efectos de su “neutralidad” lo mismo da que sean guerrilleros, paramilitares o fuerzas legítimas del Estado.
Dentro de ese marco conceptual, nos sorprendieron gratamente dos hechos recientes, relacionados con el movimiento indígena, uno del orden nacional y el otro en Antioquia. El primero lo teníamos en el tintero a la espera de una oportunidad de analizarlo y, sobre todo, de ver cómo se materializaba en la práctica. Nos referimos a la “Resolución No 001-2009”, adoptada en la sesión extraordinaria de la Asamblea Nacional de Autoridades Indígenas, ONIC, celebrada en la comunidad indígena Inkal Awá, Predio El Verde, Resguardo El Gran Sábalo, en Barbacoas, Nariño, del 20 al 22 de marzo de 2009, en la que se reexaminó la posición del movimiento indígena “frente al conflicto armado y sus actores”.
Aun cuando persisten en el error de equiparar al Ejército con las guerrillas y los reductos del paramilitarismo, como cuando afirman que “todos los actores armados del conflicto, los legales e ilegales, nos tratan bajo una misma lógica de guerra y exterminio y nos amedrentan bajo técnicas atroces de genocidio”, lo que implica una acusación muy grave contra el Ejército que no sustentan en ninguna parte, sin embargo el documento sí contiene, con nombres y circunstancias precisas, la más clara y categórica denuncia y condena de las atrocidades de las Farc. Acusan a ese grupo de asesinatos selectivos, crímenes de lesa humanidad, masacres, desapariciones y desplazamiento de miles de indígenas colombianos. “Estas acciones de guerra se inscriben en una campaña genocida de corte stalinista contra los pueblos indígenas de Colombia, que se complementa con el minado de nuestros territorios y comunidades, el reclutamiento forzado de nuestros niños para la guerra, la imposición de prácticas coloniales esclavistas como la prestación de servicios personales, la apropiación de nuestros alimentos y el bloqueo de nuestras comunidades. Las Farc en su guerra contra los pueblos indígenas recurren a estrategias paranoicas fascistas como prohibir que nuestros hermanos hablen sus propias lenguas”.
Luego hacen los líderes indígenas un recuento de los principales y más recientes crímenes de esa narcoguerrilla, como el exterminio sistemático del pueblo Koreguaje, que dejó más de 70 personas asesinadas, entre ellos 15 sabios o taitas; el asesinato selectivo de indígenas Kankuamo; el asesinato de tres indigenistas norteamericanos “para proteger intereses de empresas multinacionales”; la masacre de Chajerado al pueblo Emberá Dovidá, “para proteger a las empresas madereras”; las masacres de febrero del año en curso donde perdieron la vida 17 Awá, entre ellos dos mujeres en avanzado estado de gravidez.
El importante documento de la ONIC pasó desapercibido en la gran prensa nacional e internacional y en los círculos de Ong de derechos humanos, quizá porque no hablaba de crímenes ni “masacres” a manos del ejército. Ahí tiene un buen punto de partida para su trabajo el señor relator especial de la ONU para los derechos de los Indígenas, James Anaya, de visita en el país desde el jueves.
En una de sus conclusiones, la ONIC exige “que los actores armados respeten la vida a los desertores indígenas de la guerra”, y ello nos da pie para referirnos al otro hecho significativo, conocido ayer, y es el anuncio de la Organización Indígena de Antioquia (OIA), una de las que suscribe la declaración de marzo, de que a comienzos de agosto entregará a las autoridades a 18 indígenas que hacían parte de las filas del frente 34 de las Farc, el mismo que tiene asoladas desde hace muchos años las regiones de Occidente y Suroeste de Antioquia y parte de Chocó, especialmente los municipios de Dabeiba, Frontino, Mutatá, Urrao, Vigía del Fuerte y Murindó. Dice la noticia que los ex insurgentes hicieron los primeros contactos con sus comunidades para la desmovilización colectiva a principios de este año, después del Congreso Indígena Departamental, realizado en Dabeiba, en octubre de 2008.
Tanto el pronunciamiento de la ONIC como la entrega por parte de la OIA de esos indígenas desmovilizados de las Farc, algunos de ellos con más de diez años de militancia, son importantes avances, primero porque constituye un reconocimiento de un fenómeno de connivencia o colaboración, así fuera bajo presión o amenaza, que hasta ahora se habían negado a reconocer, y en segundo lugar, porque es una demostración de respeto y acatamiento a la legitimidad de las instituciones. Celebramos su valor civil y, por supuesto, pueden estar seguros sus dirigentes de que el Estado no sólo les dará el mismo trato que a todos los que han abandonado las armas para reintegrarse a la civilidad, sino que reforzará la protección, no sólo personal sino de los resguardos y comunidades de las que son oriundos, para evitar que los terroristas de las Farc tomen cualquier represalia.
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